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«El goce no solo es placer, sino también dolor»

Una charla con Julián Pérez Huarancca

Por Carlos Tolentino


Julián Pérez Huarancca (Ayacucho, 1954) es Doctor en Literatura Peruana y Latinoamericana por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha publicado las novelas Retablo (2004, ganadora del Premio Nacional de Novela de la UNFV), El fantasma que te desgarra (2008), Resto que no cesa de insistir (2011) y los libros de relatos Transeúntes (1988), Tikanka (1989), Papel de viento (2000), Piel de utopía y otros cuentos (2011). En 2013 de hizo del Premio Copé de Novela con Criba.

Nos citamos en un chifa frente a la Universidad Villareal pero luego de contarme una historia truculenta sobre el menú, nos decidimos por un cebiche en un bar del jirón Moquegua, famoso por no cerrar sus puertas a trasnochados ni madrugadores. Nos acomodamos cerca de la rocola. Frente a nosotros, medio cuerpo sobre una mesa, una señorita dormía la siesta. Elegimos hacer ahí la entrevista.

Cuéntame sobre tus inicios en la literatura.
Te voy a confesar un atrevimiento colosal. Tenía algo más o menos de quince años cuando conseguí Cien años de soledad. El título me llamó la atención y en esas fugas del colegio, echado en los descampados a la sombra de un molle, leí y me reí con todo lo que ahí se contaba. Y me dije: «Este libro es fácil, voy a escribir uno igual porque a mí me pasan cosas iguales». Entonces empecé a escribir una novela en la mitad de un cuaderno de algún curso; no sé qué habré escrito, quisiera leerlo ahora. Qué tal atrevimiento, ¿no? Fue una consideración ingenua sobre cómo escribir ficción.

¿La inclinación por la lectura es una influencia de tu hermano Hildebrando?*
No tanto. Mi madre y mi padre adoraban la formación educativa, la lectura, la preparación intelectual. Hildebrando tal vez era, de todos mis hermanos, uno de los más remolones; se hacía jalar, mi mamá lo mandaba con un poco de fuerza e insistencia al colegio. Yo también me hacía jalar en algunas asignaturas, cómo no. Mucha gente piensa que mi hermano me influyó de manera decisiva pero no es tan cierto o, por lo menos, no del todo. Por ejemplo, a los quince años yo no sabía si mi hermano, mayor que yo por diez años, estaba ya metido o no en la literatura.

¿Qué recuerdos tienes del Hildebrando Pérez escritor? ¿Consideras que su obra ha sido desdeñada por lo paratextual?
Recuerdo que era un lector constante. Lo de su escritura no lo noté tanto, es decir, cómo lo hacía y con qué frecuencia. Te repito que era mayor, y sus trabajos yo no los tomaba muy en cuenta. Su obra no ha sido desdeñada, más bien creo yo que ha sido resaltada, para bien o para mal. Hay críticos serios que lo toman en cuenta; así como también tontos que no investigan nada, que solo actúan en el estricto terreno de las opiniones.

¿Cómo fue la relación con tus padres?
Quien nos obligaba a leer era mi mamá y no sé por qué nos hacía leer sobre todo literatura. Además, ella era una narradora oral extraordinaria. Recuerdo que cuando mis hermanos y yo éramos niños, en las noches, antes de dormir, oír de sus labios los innumerables relatos populares era nuestro placer favorito. Aún extraño a mi madre, en parte por eso; desde que falleció no he vuelto a Ayacucho.

A mí me gustaba conversar con mi mamá muchísimo, incluso varias de las historias que incluyo en Retablo me las contó ella. Yo diría que Retablo es casi su voz y eso se complementa con algo de la de mi padre, que tenía una ironía extraordinaria. Le podía poner una chapa en un segundo a cualquiera, manejaba un doble sentido muy elaborado.

Los escuchaba decirse las palabras más bellas en la cotidianidad; y cuando discutían, procuraban ofenderse de lo lindo. Elaboraban y expresaban sus ideas muy bien. Cuando mi madre murió, un profesor de los años en que yo enseñaba en Huamanga, al darme el pésame, me dijo: «Quien se fue es una gran señora porque ha tenido dos hijos escritores; quien se va es una gran mujer».

Entre 1977 y 1979, cuando estudiabas Ingeniería Química en la Universidad de Huamanga, ganaste algunos premios literarios. ¿Ya tenías clara tu vocación de escritor?
La inclinación estaba pero la decisión no. Dudaba. Obtener una mención honrosa en un concurso provinciano, en Ayacucho, no significaba ser escritor. En esos tiempos empecé a ganar concursos de juegos florales universitarios en diversos lugares. Recuerdo que un profesor de Lengua y Literatura de mi universidad me gritaba, un poco cachaciento pero reconociendo mis trabajos: «Hola, ganador de premios».

De muy joven venías a Lima frecuentemente. Así conociste a muchos escritores. ¿Cómo y cuándo decidiste vivir en Lima definitivamente?
Estaba la creencia de que Lima era el centro de la intelectualidad (no me equivoqué, en efecto, así era la cosa). Tuve que desplazarme a Lima para vivir esa experiencia. A partir del 79’ venía seguido porque mi esposa estaba aquí; aún éramos enamorados. Me vine definitivamente en el 81’, año en que nació mi hijo. Yo me ganaba la vida en cualquier cosa, trabajé en una ebanistería, por ejemplo. Un día me contacté con un profesor de La Cantuta, un escritor que realizaba cachuelos haciendo asesorías de tesis y monografías. Él me animó a cambiar la carpintería por la asesoría de proyectos de tesis sobre temas de Literatura. Y ahí afiné mis lecturas.

Eran tiempos difíciles para el país, en particular para los estudiantes de La Cantuta.
Cuando me di cuenta que había otras formas de ganarse la vida, un día me fui a La Cantuta para coordinar los trabajos con el susodicho catedrático, y me encontré con Miguel Gutiérrez y Víctor Mazzi, el poeta proletario de Primero de Mayo. Era 1985, creo que fue uno de los últimos años de su vida, trabajaba en la biblioteca. Y conversando, Miguel me pregunta: «¿Total, qué es lo que vas hacer acá?». «Bueno, buscarme la vida, soy un hombre de siete oficios y de catorce necesidades». Entonces Miguel me habló de un proyecto de investigación de varios tomos sobre la Generación del 50’; me comentó que se estaba frustrando pero que quería sacar por lo menos dos tomos. Me propuso entrar al proyecto, por eso aparezco como corrector de estilo del único tomo publicado.

También por esos días Miguel me impulsó a terminar de estudiar, hacer un traslado. «¡Pero cómo voy a hacer un traslado si estudié Ingeniería!», pensé. Luego me animé y postulé en el 86’. Mi nueva carrera fue Educación, en la especialidad de Lengua y Literatura. Yo pensaba que solo iba a estudiar Literatura pero me metieron a ver unos esperpénticos cursos de Lengua; entonces comencé a renegar, casi tiro la toalla. Pero como estaba trabajando en el proyecto de la generación del 50’, aproveché bien el tiempo de estudio. Pucha, parece mentira cómo pasó el tiempo y me vi terminando la carrera.

¿Cómo era el ambiente en La Cantuta en esa época?
Era la época de las intervenciones en las universidades. No había debates académicos importantes, pero sí políticos. Era un ambiente político violento, bombas, asesinatos y desapariciones por todos lados. Era un ambiente siniestro, tétrico. Tú sentías el miedo pero no lo veías; tú sentías el riesgo, el peligro, pero no lo veías, y de pronto aparecían cosas, muertos… era un ambiente horrible. En esa época enseñaban en La Cantuta Carmen Ollé, Miguel Gutiérrez, Santiago López Maguiña, Guillermo Serpa, Víctor Mazzi, Maynor Freyre, Chacho Martínez, entre otros.

Volviste a Ayacucho y fuiste profesor en la universidad de Huamanga. ¿Qué recuerdos de esa época?
En agosto de 1995 viajaba a Ayacucho para visitar a mis padres y me enteré que pronto se llevaría a cabo el concurso de nombramiento de docentes en la UNSCH. Me presenté desde Lima y gané una plaza. Fue una gran alegría estar cerca de mis padres sus últimos días. Era la época de la posguerra y había aún un ambiente algo siniestro. Las pugnas entre docentes por acaparar el poder eran evidentes (las universidades peruanas están infestadas de grupos de arribistas e ignorantes que nada tienen que ver con la verdadera docencia universitaria). Me coloqué del lado de quienes se preocupaban por lo académico y me gané la antipatía del grupo en el poder. Mandado al ostracismo, no me quedó sino retornar a Lima para intentar la consolidación de mi trabajo literario.

Pero continuaste siendo profesor universitario durante los noventa, con Fujimori en el Gobierno. ¿Cuál era el ambiente académico y político que se respiraba?
Fujimori había intervenido La Cantuta, la Universidad de Huacho y la Villareal; pero yo tenía un cupo como profesor nombrado en Huacho. Había que estar ocho horas sin moverse del campus, ni un minuto más ni un minuto menos. Había que almorzar dentro. Era un lugar destinado a la reeducación: no bulla, no movilizaciones, no quejas. Se parecía mucho al escenario que pinta George Orwell de los campos de concentración socialistas salvo que este era fujimorista y burgués; por eso digo que Orwell es universal, él pintó todos los campos de concentración.

Luego, en el 98’, empecé a trabajar en la Villareal, dicté algunos cursos de Literatura en Humanidades. Por esa época había un grupo de profesores esnobs metidos hasta el cogote en las propuestas de Derrida, el psicoanálisis; luego voltearon los ojos al culturalismo, a los estudios poscoloniales. De hecho, esas propuestas son interesantes y lo serían más si fueran impartidas por verdaderos especialistas y no por aficionados, entusiastas o buenos animadores. Creo que ser docente universitario es una gran responsabilidad.

¿Qué opinión tienes de la crítica en general, y la latinoamericana en particular?
El gran filósofo de nuestro tiempo para mí es Alain Badiou, su pensamiento es bastante complejo, interesantísimo. Lo que me perturba de este pensador es la distinción que hace de los conceptos de «verdad» y «saber». La verdad, por ejemplo, no la revelan los académicos de una universidad. En el saber no está la verdad, la verdad está en el acontecimiento (así que no te rompas mucho la cabeza si quieres encontrar la verdad). Es una idea desestabiliza- dora. He tenido la suerte de estudiarlo con intelectuales brillantes como López Maguiña y Juan Carlos Ubilluz.

Sobre teoría latinoamericana, Ángel Rama, Antonio Cándido, Fernández Retamar, García Canclini y otros se movieron y se mueven dentro de la crítica que proviene de los estudios culturales. La idea de «heterogeneidad» se asume hoy como un concepto eje pero encierra todo un dilema. Todas las sociedades humanas son diversas, heterogéneas, pero están homogenizadas por un poder. Por eso cuando uno cuestiona lo homogéneo con la intensión de hacer prevalecer lo heterogéneo, se queda en el aire. Lo que dice Badiou es: «Esta situación hay que remplazarla por otra situación». La diferencia entre hombre y mujer es evidente, no se puede hacer filosofía sobre lo evidente; lo correcto sería filosofar sobre por qué esta mujer es diferente a esta otra mujer como ser social. Lo negro es lo negro, lo blanco es lo blanco, eso es visible; lo que importa es preguntarse cuáles son los mecanismos para que un afro pueda llegar al poder, por ejemplo. Para Badiou «el otro no existe». Ese es el punto, con eso se acabó todo.

¿Crees que el escritor tiene un compromiso?
¿Compromiso? El escritor que logra obras perdurables se instala en el terreno de las ideas y avanza más allá de las simples opiniones, que, parafraseando nuevamente a Badiou, son las representaciones sin verdad, los desechos anárquicos de un saber circulante. No me gusta ni la palabra «compromiso» ni la palabra «placer» en el terreno del arte. Para mí leer o escribir se constituyen en goce; pero el goce no solo es placer sino también dolor. Me gustan las palabras «rigor», «persistencia» y «responsabilidad», con todas sus connotaciones.

¿Te consideras un escritor andino?
Me considero simplemente un escritor. En todo caso, más que andino, yo soy un escritor emergente. Muchos de los escritores llamados «andinos» escriben para la hegemonía. Operan desde una fantasía, aquella que alberga la creencia de que la región andina es otro Perú, que la racionalidad andina es distinta a la occidental, en el fondo, distinta a cualquier racionalidad humana. Los intelectuales de la hegemonía pretenden y quieren que los escritores del supuesto mundo andino piensen así y escriban de eso. El lenguaje que usan y los tipos humanos que crean estos escritores andinos se parecen mucho al lenguaje y a la performance de la paisana Jacinta. Y no puedes convencerme de que la paisana Jacinta, ese esperpento, es el prototipo de la mujer andina. Existe el mundo andino, la vida bulle, hay vicisitudes como en cualquier otro ámbito humano y cultural; y no es precisamente lo que te muestran muchos de los textos literarios elaborados por los llamados «escritores andinos».

¿Crees que sea una exigencia editorial hacer literatura de la violencia política?
González Vigil propone una clasificación que me parece la más adecuada. Las novelas que tienen un afán puramente comercial y de posicionamiento en el canon de la literatura peruana (aquí estarían La noche y sus aullidos, Abril rojo, Rosa Cuchillo), las que han sido escritas con un afán político en pro o en contra del conflicto (aquí figuraría, por ejemplo, La hora azul), y otro grupo compuesto por obras que de alguna manera articulan una propuesta menos esquemática, la que simboliza mejor «lo real traumático» de la violencia política. Hay un grupo de escritores que dicen que quienes participaron en la guerra, supuestamente, han escrito lo auténtico, lo verídico. Eso no es así, ninguna escritura captura completamente lo real. Solamente lo aborda desde una perspectiva distinta. Sigo pensando que lo decisivo es el trabajo en el plano de la realización artística, pues desde allí puede visualizarse y representarse mejor un tema candente.

Cuando ganas el Premio Copé de Novela, agradeces a Eleodoro Vargas Vicuña, a Miguel Gutiérrez y a Oswaldo Reynoso.
Son personas con quienes he compartido lecturas y técnicas de escritura. Yo creo que son tres autores claves para las generaciones que vienen y sobre todo para los escritores que se ubican en la resistencia. Yo diría que ellos son los mejores de la literatura de la resistencia en el Perú.

Ñahuín, de Eleodoro Vargas Vicuña y El llano en llamas, de Rulfo… ¿qué comentario al respecto?
Yo diría que poco o nada tiene Vargas Vicuña que envidiar a Rulfo. El llano en llamas y Ñahuín son libros equiparables en
diversos aspectos. Ellos se conocieron después de haber escrito sus libros: no hubo influencias, solo genio.

¿Es importante que los escritores jóvenes lean a los clásicos?
Sin la lectura de los clásicos no seríamos nada. Ellos nos proveen de experiencias de creación artística y estética inéditas. A la pregunta sobre el valor de la Literatura, Lacan respondería: es el discurso que simboliza de la mejor forma lo real. Desde ese punto de vista, los que mejor se aproximan a lo real, desde la narrativa, son los clásicos. Para mí las obras clásicas son como minas de oro: hay que entrar en ellas con tus dispositivos de minero, tienes que estar preparado, llevar herramientas. Un principiante puede darse el lujo de leer como un gran clásico a Bolaño (aunque no lo considero gran cosa… compáralo con Guimarães, con Joyce, con Proust, con Kafka, con Beckett). Quien no valora un clásico no es un escritor. Yo no sé, probablemente muchos lean por placer, yo no sé qué tipo de placer: ¿cuál es el tipo de placer que te da la literatura? Al contrario, el efecto que te produce, lo que hace contigo la buena literatura es que te sacude, te perturba, te desestabiliza, te jode, te proporciona un goce, pero el goce no solo es placer, sino también dolor. Estoy hablando de los clásicos de todos los tiempos y de todas las variantes literarias, aunque yo prefiera la novela, el cuento y la poesía.

¿Qué escritores nuevos disfrutas?
Por citar algunos, Jonathan Litell, autor de Las benévolas: es menor que yo y es un monstruo. No tan joven pero notable es Mo Yan, el penúltimo Premio Nobel. Sorgo rojo, La vida y la muerte me están desgastando son novelas excepcionales. No hablo de los peruanos porque puedo pecar de exceso de subjetividad.

¿Cuál es tu relación con la poesía?
Sin la poesía no vivo. Me gusta Pessoa, Rimbaud, Vallejo… en general, los clásicos. En el Perú, el gran clásico es Vallejo. Vallejo es el gran poeta. Algún amigo lo equiparó con Eielson. No estoy de acuerdo. Si bien es cierto que la literatura no es una carrera de caballos, como lo afirma Oswaldo Reynoso, hay diferencias esenciales entre un clásico y un gran poeta. De no ser así, caeríamos en el sofisma de los culturalistas, para quienes un poeta callejero es tan o más importante que Vallejo o los clásicos. Por eso, después de leer a Allen Ginsberg, por ejemplo, lo de Hora Zero y lo que vino después ya no me impresionó.

Y para cerrar, ¿cuál es el mundo narrativo de tu novela Criba?
Hay tres temas que se hilvanan en Criba: el amor, la guerra y la relación entrañable entre un abuelo y su nieto. No sé al detalle por qué la hayan premiado, creo en lo que dice el acta de premiación. Eso todos lo conocen, ha salido en las páginas culturales de Petroperú. Lo que siempre considero es que la novela se defiende sola, más allá del peso inevitable del premio. No soy de los que brincan tras los reseñistas para que una obra mía se distinga del resto o sea aceptada aunque sea a regañadientes. Aunque suene a petulancia, prefiero esperar la opinión más mesurada, más o menos objetiva, muy a pesar de que la objetividad plena no exista. La novela saleen marzo; ahí veremos cómo la reciben sus lectores.

*Hildebrando Pérez Huarancca (Ayacucho, 1948) fue profesor universitario y, como escritor, parte del Grupo Narración y autor del libro de cuentos Los ilegítimos. Fue acusado y encarcelado por terrorismo.
La Comisión de la Verdad y la Reconciliación lo identificó como líder
en la Masacre de Lucanamarca (1983), una afirmación cuestionada. Se desconoce su paradero, y si aún vive.



Carlos Tolentino (Lima, 1984) Es editor de Editorial Paradiso y Jefe de Biblioteca del Centro Cultural Crea Lima Huáscar.