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Los únicos privilegiados son los niños

Por Katya Adaui


En la puerta de su casa, donde organizamos todo, León dijo que esta vez iríamos a Ticlio. Es demasiado lejos, dije. Me arrepentí enseguida: no sería de nuevo el cobarde del grupo, el que duda. Si alguien desea tocar la nieve por primera vez, viaja a Ticlio. Es más barato que ir a Suecia, decía mi padre cuando yo era chico, por eso, al recordarlo, callé. Claro que yo también me moría de ganas de ver la nieve.

En diez minutos los espero aquí. Traigan lo que quieran.

Juane regresó al mismo tiempo que yo, puntual. Dijo: ¡Miren qué belleza, ah! Es de fogueo.

¿Y esa porquería?, pensé; se ve como un juguete chino, con las piezas mal encajadas, del peor plástico. Lo único decente era la brillante empuñadura blanca.

Dije: Parece un soplete de mierda.

Juane: Les pido más respeto porque mi tía me apuntó con esta vaina cuando tenía diez. Sonreía mientras me apuntaba, aunque rápido tuvo que decirme que era de mentira por mi cara de terror absoluto. Cuando íbamos en su auto y la cerraban, les apuntaba a los choferes con esta misma pistola, diciéndoles: Ahora sí te jodiste, ahora sí te mueres, basura. Después se reía y me miraba: En este país así funcionan las cosas, sobrino.

León: Y tenía razón… Tu tía es inteligente. Yo traje las cervezas de mi viejo. Háganme acordar de reponerlas a la vuelta, la última vez casi lo olvidamos.

Yo: A ver, Juane, pásame la pistola.

Me senté atrás, como siempre. Sé cuál es mi lugar. Soy el que observa todo desde el asiento de atrás. Sí, era una estúpida pistola.

Lleva tú también las cervezas, me dijo León. Sé útil.

* * *

Nunca nos hemos ido muy lejos para que nadie sospeche de nuestras fugas. Nos cuidamos de los vecinos chismosos. Le robamos el auto al papá de León. Él viaja los fines de semana a la frontera, se va y vuelve en bus. León jamás habla de los negocios de su padre. Todos ponemos dinero para la gasolina (yo lo robo de un frasco de jabones; huele a limpio el dinero de mi madre). Nuestras casas miran hacia la carretera: lo único cambiante es la frecuencia de personas y perros que intentan atravesarla sin aprovechar los puentes. De día y de noche, los conductores están obligados a mantener encendidos los faros delanteros, esas luces que ciegan al otro, como apuntándolo. Nosotros amamos y odiamos la carretera. Crecimos aprendiendo de ella: es una madrastra que practica boxeo. La vemos al despertar asomándose entre las cortinas, la vemos al regresar a nuestras casas, con su horizonte de largas puestas de sol o interrumpida a cualquier hora por una neblina que la cierra como una llave. Desconocemos todavía hasta dónde podría llevarnos.

Fuimos a distintos colegios, pero somos del mismo barrio. Como la carretera, nuestras familias están allí desde siempre. Nuestros padres se palmean las espaldas, se hacen pequeños favores. Solo eso. Ellos nos tienen los domingos. Los sábados son nuestros, como antes lo eran las tardes. Cuando éramos más chicos, nos juntábamos donde León después de almorzar. Sabíamos divertirnos. Todo nos bastaba. Todo era una posibilidad. Jugábamos fulbito hasta con piedras y los arcos eran nuestros propios cuadernos hechos rumas. Perder una pelota era la peor desgracia pero siempre podías reemplazar una piedra por otra más espectacular, sin tristezas. Y si el agua estaba involucrada, la calle era un carnaval. Dales a los niños un poco de agua y se inventarán un océano. Daba la impresión de que no estudiábamos nunca. Nuestro juego favorito era «matagente». Reventábamos las pelotas contra las espaldas de las feas y eso que nosotros éramos también bastante feos, feos en desarrollo, con granos a punto de reventar y todo eso. Teníamos una norma: nunca mirar a la chica del otro. Hasta ahora la hemos cumplido.

Podría decirse que ciertas habilidades nos compusieron. Yo hacía el tacle más alto. Un tacle preciso supera al que escupe o al que orina más lejos. Lo sé bien porque León y Juane todavía me dicen: está muy blanca esa pared… Las suelas de mis zapatos se estampan como un grafiti, hasta que alguien no lo resiste más y les pinta varias capas encima, pero el daño ya está hecho: pocas veces se puede reproducir el color original o el que tomó la pared con el tiempo; la marca se impregna formando una isla nueva. Cuando lo hago, pienso: esta pared podría ser como una cara de la Luna o como las Líneas de Nasca; con huellas visibles y ajenas. Una vez me descubrieron y fue espantoso. Me regaron con una manguera desde el otro lado del muro. Necio por la humillación, seguí pateando la pared de la casa como si hubiera sido capaz de tumbarla, como si esa familia fuera el enemigo. Partir, aventurarnos, volver. Esa es nuestra dinámica. Solo que siempre buscamos huir y nunca queremos regresar. No importa qué edad tengas, el aburrimiento te alcanza… Estamos hartos de que nos exijan hacer algo para ser alguien. La universidad, el futuro, pueden esperar; la vida, el presente expectante, no. Estamos hartos de los gritos que se gritan de una habitación a otra, de un piso a otro. No hay silencio. Hartos de matar a los mismos tipos en la computadora, de quedarnos sin vidas ni municiones, del «todos contra todos». A veces leer me tranquiliza.

Llega ese momento, es inevitable, como en el fútbol, cuando te anticipas a los movimientos de tus amigos, pero reconoces que tampoco convocarás a otros para jugar. No entienden las reglas que ya existen, impondrán las suyas.

Yo: ¿Y si hacemos como tu tía, Juane? Si un carro nos cierra, le apuntamos.

León: Le decimos: Cierra el hocico, carajo, pero nos falta música para eso, ¿no? A mi viejo le da igual que la radio no funcione, ¿cómo puede manejar sin radio? Dice que le bastan las voces de su cabeza, ¡ja!

Juane golpeteó el tablero: Lo bueno para nosotros es que el indicador de kilómetros también vive malogrado.

León nunca nos ha permitido manejar el auto de su padre. Y para ser sinceros, es el que mejor maneja. Yo, al primer descuido, me distraigo.
Nos fijamos en los altares de camino que demarcan el lugar exacto de cada atropello, con sus puertas enrejadas, las iniciales en negro, y por dentro: vacías como cáscaras. Distanciados entre sí, aunque son muchos, como una ciudad a escala que crece paralela a la verdadera ciudad. Inútil para vivos y muertos.

León señaló uno con la izquierda: Cinco, voy contando cinco. Ese es enorme. Parece una casa. Cada vez más imbéciles no usan los puentes. Se los pedían a cada alcalde y ahora que los tienen, ni caso les hacen.
¿Qué tan estúpido puedes ser para morirte como un perro? Fue Juane quien habló. ¡Idiotas!

Tomé las latas de cerveza y las fui abriendo para todos. Mientras lo hacía, observé la pistola a mi lado. Las cervezas en la carretera me anestesian y congelan, como el aire que parece zumbar solitario en el asiento posterior. Me aburrí de sostener mi lata vacía y la dejé en el piso: nunca sé qué hacer con las latas vacías en el auto (si se tocan, hacen un sonido feliz que muy rápido se vuelve ruido); las pateo hasta que las separo de forma definitiva. Agarré la pistola y le apunté a un poste, a otro poste, parecían hombres derrotados, y así, a muchos postes más; los autos y los micros que de tanto en tanto nos sobrepasaban respetaban las distancias. Era exasperante. Esperábamos secretamente que algo sucediera más allá de nosotros: el despiste de un container, huelguistas bloqueando la carretera con piedras y fuego, cualquier cosa. Juane dijo que nos habíamos olvidado de llevar algo para comer. León manejaba con una sola mano. Pronto no habría semáforos en nuestro camino; las zonas residenciales y comerciales se espaciarían más y más.

La vía estaba despejada —en verano estaríamos horas sin lograr movernos—. Densas nubes habitaban el cielo, como círculos de humo. Este día es de noche, pensé. Al acercarnos más a Ticlio, quizás sentiríamos algo de sol. Algunos techos cargaban toros de fuegos artificiales; son noticia cuando estallan por error y vuelan eufóricos por los aires, hasta abandonar en la pista la evidencia de una catástrofe. Los muros, con un principio y un fin, con pintas de candidatos a alcaldes de elecciones pasadas; muchos nombres no me sonaban familiares; sus promesas, sí. Otros muros transportaban citas bíblicas entrecomilladas, con el versículo como firma. En algún lugar, entre la carretera y un puente, un descubrimiento animó mi ruta. Una solitaria frase dibujada con spray y que solo yo observé: Los únicos privilegiados son los niños. Incluso giré la cabeza para seguirla hasta que ya solo distinguí la palabra «niños» y luego nada. La infancia. Mi madre decía que quien supera la infancia sobrevive al peor de los tsunamis. Juane me pidió otra cerveza. Le abrí una lata y se la pasé. León dijo que era el invierno más frío en treinta años. Yo dije que muchos permanecían aburridos en sus casas, porque hacía un frío de mierda y que ojalá pudiéramos invernar. León dijo que exagerábamos, ni siquiera un jamaiquino se quejaría de nuestro frío; el problema era el cielo gris que obligaba a más personas a pensar en matarse.

Les dije: El otro día leí que los países más felices del mundo también son los que tienen la mayor cantidad de suicidios.

Juane siguió sorbiendo de su lata, hasta que eructó: ¿Y por qué la gente querría matarse si es feliz? La cerveza, ahora mismo, es lo único que me hace feliz.

Reímos. Hubo un silencio. Pasamos por debajo de otro puente. León dijo: ¿Alguien habrá saltado desde acá?

Dije: No lo creo, León filosofando, qué raro…

Tú ábreme otra cerveza y no jodas.

De un tacle te la abro, vas a ver.

Muy vivo te crees, ¿no? Los ojos de León sonreían desde el espejo retrovisor, pero su voz continuó arrogante: Todo el día leyendo, ¿para qué te sirve?

También leí que en Tokio algunas empresas tienen salas de aburrimiento para obligar a sus empleados a renunciar.

Juane dijo que el aburrimiento era igual en cualquier parte del mundo. Pasamos al lado de un mercado y algo pareció llamar la atención de León porque disminuyó la velocidad. Lechugas, tomates, zanahorias, choclos; manzanas, uvas, peras. Todo apilado en montículos gordos sobre amplias mesas, sin rodar ni caer. Varios sacos permanecían en el piso —no era necesario abrirlos, el mercado estaba muerto—. Gallinas corrían locas y libres; ninguna a la carretera. Nadie les había enseñado a no cruzarla. No sabían nada acerca del deseo ni de la curiosidad: se conformaban con picotear el mismo suelo raso.

A ver, dame la pistola, pidió León.

Le di la pistola a Juane y él se la entregó a León. León apuntó con la izquierda… Siguió manejando con la derecha sin abandonar nuestro carril.

¿Tú crees que esa vieja es feliz? Los ojos de León me hablaban por el espejo retrovisor. Juane miró a León. Un silencio.

¿Cuál?

La vendedora de frutas… Esa, la que parece una pasa.
Yo qué sé si es feliz.

No, ni hablar es feliz, mírala bien. Si no quiere estar aquí, que no esté.

El cuerpo de León se hundió en el asiento; su brazo saltó. Conseguí decir: ¡¿Qué mierda has hecho, León?! Era de fogueo, Juane. Era de fogueo.

León aceleró sin soltar la pistola, luego me dijo:

Ya deja de mirarme con esa cara de niña a la que le han metido la mano.

Quise insultarlos por hacernos esto, gritar: Yo me bajo.

No sé tú, pero yo estoy aburrido, aburrido de todo.

Y yo, dijo Juane. Estoy cansado de estar cansado.

Yo también, dije, pero no voy a matar a nadie. ¿Qué les pasa?

La bala seguro atravesó una piña, idiota. No exageres.

Pero León, no lo sabemos…

¿Te quieres bajar acá?, dímelo en serio. ¿Eso es lo que quieres? Te lo digo, salta si quieres, porque yo no voy a frenar.

El carro apestaba a pólvora. El mismo olor de los cohetes clandestinos que reventamos en nuestra cuadra en Navidad: te pueden destrozar los dedos, convertir tu pantalón en una mecha viva. Nos olvidamos de que son el preludio de una desgracia porque hacen fiesta. Y yo amaba el aroma a pólvora.

Ni que estuvieran borrachos, dije. Les juro que no los conozco.

No estamos borrachos, ese es el punto.

León le dio la pistola a Juane. Juane volteó a verme, en sus ojos brillaba una resolución sin sentido, y devolvió la pistola donde había estado, a mi lado, como si me perteneciera. Lo observé apenas dos segundos, como a un asesino al que reconozco y finjo olvidar. León tenía ambas manos en el timón. Observaba la carretera. Juane jugaba con una mano en el aire; el viento la empujaba hacia atrás. Hacia mí. Una mano ligera, incapaz de sostener. ¿Cuándo había nacido esta complicidad que me excluía y nos separaba? En Groenlandia hay icebergs de sesenta metros de altura. Cada vez que un trozo de hielo se desprende en los polos, se forma de inmediato vida alrededor de él. Nuestra amistad era todopoderosa como un iceberg. Mis amigos son la porción de hielo que permanece invisible bajo el agua. No muestran su violencia real.

Avanzamos en paralelo a letreros que desbordaban promesas de «Verano infinito». Precedían a restaurantes clausurados por ser invierno; a estrechas casas que formaban un solo bloque de cemento sucio, como una pared de tierra que no acababa nunca. Pensé en la mujer de la carretera. La imaginé abrillantando sus frutas; de este amoroso lustre dependerían sus ventas. Pero no volteé para mirar y si seguía viva era un misterio. Esta respuesta… Una postergación infinita. León sabía que la pistola era un arma. Pensé que acababa de sucederme algo irreparable y un dolor que crecía desde un lugar muy remoto me hizo comprender que de alguna manera yo sí había empuñado la pistola.

Después de un rato, dije: ¿Y si nos para la policía? ¿Qué les decimos? ¿De quién es la pistola?

Para empezar, aquí no hay un solo patrullero. Nadie nos sigue. Aquí no pasa nada.

Si alguno nos para, le decimos la verdad y ya está, dijo Juane. Que estábamos aburridos.

* * *

Ticlio, cruce ferroviario más alto del mundo, indicaba el letrero.
Yo estaba enterado de que esta señalización era obsoleta: en China, otro cruce ya lo superó. Fuimos a buscar nieve, pero solo encontramos hielo. No era época de nevadas. Un hielo tan compacto como el que se forma en una vieja congeladora hasta malograr su mecanismo. De niño había pegado la lengua a la pared del freezer para explorar cómo se sentiría: la sensación de que me quedaría allí por mucho tiempo (hasta especulé cómo sería mi vida atrapado en el hielo: siempre de pie haciendo equilibrio sobre una banca; no podría hablar pero conseguiría hacerme entender, de eso estaba seguro. Sin miedo. En ese tiempo inventado los años eran breves como horas). Estuvimos de acuerdo en volver al auto. Tiritábamos. El escandaloso azul de un cielo que solo es posible en la montaña. Soplamos dentro de nuestras manos para calentarnos y supe que ese gesto, soplar, era un gesto en tránsito: lo único que teníamos en común, puesto que ya habíamos cambiado. Observé los inalcanzables picos; algo de blanco centelleaba en sus cimas. Los turistas esperaban su turno en una ruidosa cola para sacarse fotos con el letrero. Pensé: deberían irse a China si buscan registrar un récord, pero si dejo de mirarlos y contemplo todo esto, podría sentirme por fin sorprendido. Agradecí que ni Juane ni León hablaran. ¿Qué quieres realmente?, me dije, ¿qué quieres? Ellos nunca me harían esta pregunta –continuaban soplando dentro de sus manos, como viejos entumecidos–, ni mis padres, ni nadie: era tiempo de que yo me la hiciera, que tuviera mi propia opinión de las cosas.

Sentí el impulso de tomar la pistola, bajar del auto y dispararle al hielo: tres balas me bastarían para quebrarlo. Una por cada uno de nosotros. Lo patearía con todas mis fuerzas. Un forado que se tragara vivo todo: al auto, a ellos… Las lunas comenzaban a empañarse. El paisaje se distorsionaba, replicándose en cada gota, como visto a través de mil prismas. Pero no quise observar más estas gotas: supe que me sentiría cada vez más descompuesto. La naturaleza de lo descompuesto es no recomponerse. Tuve miedo de vomitar sobre el hielo implacable. Pero, ¿cómo podía acusarme de lo impredecible, de algo que me había sorprendido? Yo no disparé y si superaba esta culpa, sería libre. Al atacar a la mujer, León y Juane me apuntaron y dispararon a mí. Habían matado a su hermano, yo debía convivir con la amenaza. Con este horror sin nombre. Una primera muerte que arrastraría a otras porque de ninguna muerte me escaparía.

Ellos tampoco se quedarían intactos en mi memoria. Supe lo que debía hacer.

Golpeé la luna con los nudillos. Juane abrió la puerta.

Siéntate atrás.

No dijo nada. León tampoco. Ni siquiera cruzamos miradas.
Escuché a Juane patear las latas de cerveza hasta hacerse un lugar. ¿Qué haría él con la pistola? ¿La sostendría?

Sentado en el asiento del copiloto me dije que si me atrevía a continuar el viaje solo, llegaría por primera vez hasta la selva. Imaginé la tenue brisa, el sol rompiendo las nubes. Por lo pronto era agradable enderezar las piernas sin esfuerzo


Katya Adaui (Lima, 1977). Es escritora, periodista y fotógrafa. Ha publicado los libros Un accidente llamado familia, Algo se nos ha escapado y Leer es viajar. Este año presentó su primera novela, Nunca sabré lo que entiendo.