studebaker

Studebaker

Por Ronaldo Menéndez


Anselmo se levanta y observa su propio cadáver en el pavimento. Es un cuerpo ambiguo, con los miembros que parecen las ramas de un arbusto después de un tsunami. No tiene manchas de sangre porque el agua lo ha enturbiado todo. Mira calle arriba. La corriente sucia arrastra troncos, enormes bolas de basura, miles de ratas muertas que son invisibles para el ojo. De lejos, las ratas parecen moscas. Las moscas parecen piedras ingrávidas que flotan y se arremolinan.

Anselmo alcanza la acera donde sobreviven escasos montículos de hierba cenicienta y aún seca. Quiere correr, pero enseguida se percata de que no es necesario porque ya está muerto. La calle está desierta y poco a poco va distinguiendo bultos que flotan sobre la corriente. Son perros muertos. No son solo perros, también hay gatos y cerdos, muchos cerdos que la gente criaba en los traspatios. Algunos cerdos, antes de ahogarse por completo, elevan al aire denso unos alaridos que parecen lanzas.

No puede correr porque el agua le corta el paso, tiene que treparse a los muros, adelantar con los ojos desorbitados las escasas zonas secas que aún se alzan en los márgenes del cauce. De pronto, alguien se cruza en su camino.

–¡No vaya en esa dirección, compañero! –le grita el hombre que parece transcurrir como un bajorrelieve en el costado de un muro de ladrillos– las fosas sépticas se han desbordado y el agua está por todas partes. Hay que ir hacia abajo, hacia la costa.

–¿Cómo? ¿Por qué? –le contesta Anselmo abrazándose a una columna a punto de desmoronarse.

–No podemos avanzar contra la corriente, hay que dejarlo todo y huir de la isla.

El choque de una ola le alcanza el rostro y Anselmo cierra los ojos un instante. Cuando los abre ve que el hombre es una cabeza y unos brazos que se dejan llevar corriente abajo. Su determinación es proporcional a la crecida de las aguas. Cuanto más avanza la marea, más siente Anselmo que su determinación se solidifica, se establece como una isla de la voluntad en el centro de la corriente. Tiene que llegar a su casa aunque esté muerto. Tiene que decirle a su mujer que la muerte no es lo peor del mundo. Y tiene que recuperar su coche-balsa, ese que ha estado fabricando en los últimos meses oculto en el traspatio con el propósito de huir de la isla. Le ha costado tanto impermeabilizar, calafatear, sellar las ventanillas y adaptar el eje. Pero ahora todo el esfuerzo se llena de sentido.

En el momento en que por fin distingue su casa manoseada por el agua negra, un remolino de alambres tejidos entre troncos lo envuelve lanzándolo en medio de la corriente. En un instante su propósito queda traspuesto, aplastado por la masa de agua que lo sumerge, sus brazos son un aleteo, sus pies pedalean y su rostro mira desde abajo que arriba hay una superficie espumosa de luz tenue. Comprende que se ha hundido en el cauce, que hay poco que hacer desde allá abajo, y contempla, como si estuvieran vivos, que una muchedumbre de cadáveres inflados se bambolea en el fondo.

Otra vez tiene la cabeza fuera del agua, mira a su alrededor, reconoce las calles y comprende que todos aquellos perros muertos son un solo perro, un enorme y continuo perro que se ablanda cada vez más sobre la corriente de la isla. Entre los perros y los cerdos muertos algo se abre paso, una ola distinta lo bambolea, estira el cuello, consigue ver de qué se trata. Es un coche. Un viejo chevrolet montado sobre tanques de metal que atrapan el aire y lo convierten en balsa. A través de las ventanillas consigue distinguir los rostros desorbitados de una familia.

Poco a poco va verificando que la gente navega corriente abajo. Los coches viejos de la isla ahora son balsas: distingue un studebaker azul, un cádilac fabuloso, un plymouth de alerones que lo hacen parecer un pelícano, un buick acorazado como un galápago. Dentro de su muerte, Anselmo se asombra: llevaba meses acondicionando su viejo chevrolet para convertirlo en barco pensando que era el único, y ahora todos están navegando sobre ruedas.

Cuando un golpe demoledor aplasta su hombro izquierdo apenas consigue comprender de qué se trata. Otra vez está en el fondo, pero en un instante vuelve a salir a flote. Entonces ve que a su lado, ralentizado por las maniobras de dos hombres, flota un enorme chevrolet del 51. Es hermoso sobre el agua pútrida, como un cisne amarillo que se enciende con el sol de Cuba.

–¡Sube! –le tienden una vara.

En un instante está arriba, maniobrando junto a aquellos dos como si otra vez en su horizonte se dibujara la lucha por sobrevivir. Les grita:

–¿Cómo se llaman? Yo soy Anselmo.

Uno de los hombres, sin dejar de accionar la palanca de cambios, le contesta:

–Yo soy Bill y mi hermano es Jack.

Entonces Anselmo se percata de que son dos hombres idénticos, gemelos. Y el que responde al nombre de Jack le lanza un enorme costal, diciéndole:
–Tú encárgate de esto, es fundamental para la travesía, dentro de un rato habremos alcanzado la costa y entraremos en altamar, rumbo a la Florida.
Anselmo comienza a comprender. Se aferra al costal y pregunta:

–¿Son los víveres?

–¡Noo! –grita el gemelo Jack– son los «mórtires».

–¿Quée? –Anselmo cree no entender.

–Que son los «mórtires», no los víveres, ¿comprendes? Los víveres son para los vivos y nosotros hace mucho que estamos muertos.

Al principio Anselmo se convence de que se trata de un inoportuno juego de palabras y piensa en el famoso tópico del sentido del humor de los habitantes de la isla como último recurso ante las adversidades. Pero se resiste a aceptar esa solución tan obvia. Desde que se desbordaron las aguas albañales nada es lo que parece.

–¿Ustedes están muertos?

–Por supuesto –le responde el gemelo Bill gritándole a un palmo de narices– y tú también, y todos los que ves están muertos. Por eso podemos vernos y hablarnos.

Anselmo razona que si todos, absolutamente todos los que parecen vivos están muertos, ¿quién podría determinar una cosa u otra?

–¿Y cómo lo saben? –les grita sin soltar el costal.

–¿Quée?

–¡Que cómo lo saben!

El gemelo Jack, que apenas había hablado concentrando toda su energía en el volante, le explica:

–Porque yo morí primero. La oleada de mierda me tomó por sorpresa mientras aguantaba la escalera donde estaba trepado mi hermano cambiando una bombilla. ¿Entiendes? Cuando salí a flote no veía a mi hermano porque aún estaba vivo sobre la escalera. Luego el agua llegó al techo y en el preciso instante en que se moría ahogado volví a verlo, desde entonces estamos en lo que estamos. Muertitos y coleando.

El portentoso chevrolet, en medio del congestionamiento de coches que hacen sonar cláxones y encienden luces de señalización, empieza a entrar en el mar.

–¿Y no se han preguntado –les grita Anselmo– por qué si todos estamos muertos queremos salvarnos?

Bill da un volantazo y le responde:

–Yo no he dicho que queremos salvarnos: queremos huir.

Anselmo contempla cómo el cauce negro y pútrido de aguas albañales entra en el mar de la misma manera en que un río circula a través de una pradera azul. El mar se abre ante el avance de una cinta que lo penetra arrastrando consigo animales muertos y centenares de coches. Visto desde arriba, Anselmo imagina que el mar ofrece el aspecto de una rencorosa cicatriz, y ellos avanzan como una aguja que en lugar de suturar, va lacerando la blanda superficie. El torrente opaco se ensancha y se ahonda, poblado de coches que siguen entrando desde las calles de la isla como si fueran miles de catapultas que una horda de guerreros enloquecidos guía contra un enemigo inexistente.

Anselmo piensa: ¿qué culpa tiene el mar de todo esto? ¿Cómo establecer, dentro de la infinita cadena de las causas, una culpa con nombre y apellido para aquel panorama de conductores-balseros? Lo gris atraviesa lo azul como si se tratara de un elemento insoluble, de una riada con cuerpo y alma que se sabe culpable, irreversiblemente condenada y por tanto incapaz de actuar de otro modo. Las excrecencias perseveran en su ser, quieren seguir siendo lo que son, y entre la procesión de coches se mezclan peces boqueando con las agallas enrojecidas, perros inflados, cerdos que ya no gritan, y miles de ratas. Pero el ojo se acostumbra al cabo de un rato y ya no se ocupa de distinguir cuáles son las ratas y cuáles los peces. El ojo ha reparado en que el panorama se debate, vivo y desesperado, en otro ámbito. Una silenciosa batalla se está librando entre lo feo que fluye desde la isla y lo bello azul marino.

Durante las siguientes horas –o minutos, o incalculables unidades de eternidad– los coches se van desgranando en todas direcciones y el torrente de agua pútrida va siendo tragado por el azul inconmensurable. Un sol áspero como papel de lija reseca la superficie de los cuerpos. Los gemelos han dejado de tocar el claxon y uno dice:

–Ahora empieza lo más difícil, la travesía por el estrecho de la Florida hasta Miami.

Anselmo no tiene ganas de hacer ningún comentario. Comprende que a lo lejos esa procesión de coches decrépitos tripulados por cadáveres no tiene ningún sentido. Recuerda la frase del gemelo: no queremos salvarnos, queremos huir. ¿Cuál es la diferencia? Entonces, de la misma manera en que el chevrolet se abre paso sobre las olas desordenadas de altamar, en su cabeza vuelve a abrirse paso la pregunta acerca de la causa final de su muerte. ¿Por qué, en definitiva, he muerto? Pero la pregunta, como el propio mar, se ensancha hasta no tener límites, hasta contener en su respuesta a un sujeto unánime. ¿Por qué, en definitiva, todos hemos muerto? Hemos muerto porque alguien –o un grupo reducido de personas–, a partir de cierto momento, decidió engañarnos. Dentro de la gigantesca mentira del ser sobre la isla, el desbordamiento de las fosas sépticas fue una consecuencia más. Una consecuencia nefasta que en algún momento comenzó a tragárselo todo. Pero enseguida comprende que el asunto es más complejo, que la mentira ha sido rigurosamente urdida por todos. Desde tiempo inmemorial los habitantes de la isla colaboran con incomprensible desidia para perpetuar la mentira, y mientras tanto iban defecando y las fosas se desbordaban.

De sus cavilaciones lo saca una apreciación completamente nueva: el sol le fríe el pellejo, la sed pone piedras hirviendo en su garganta. Entonces va comprendiendo que la muerte no es un territorio puro ni homogéneo. De la misma manera en que la vida deja entrar porciones de muerte en su territorio –el acto de dormir, los desmayos– la muerte deja entrar retazos de vida a través del dolor físico. La muerte no es la ausencia de sensorialidad, sino la completa aceptación del no ser. Pero el cuerpo del muerto, como su alma, aún sufre. Tras barajar esta hipótesis, sencillamente, Anselmo se horroriza. Para salir de ese círculo que lo quema por dentro, le pregunta a los gemelos:

–Y cuando lleguemos a Miami, ¿entonces qué?

Los gemelos, como si hubieran malentendido la pregunta, arreglan los espejos retrovisores y retoman el volante y la palanca de cambios con la vista fija en el arco del horizonte. Anselmo se percata de que está abrazando el enorme costal como si se tratara de su propia vida. Lo deja y se trepa en el sector del capó, de la proa. Apenas unos puntos insinúan la presencia de algunos coches que no tardan en perderse avanzando a través de la autopista azul sin arcenes ni señales.

En el momento en que Anselmo vuelve a sentarse aparece el primer tiburón. Es, como todo tiburón, gris y revuelto. Y como todo tiburón, nada en compañía de otros tiburones; y como todo tiburón, parece de goma, aspecto que se refuerza con sus ojos de muñeco. Las sombras cruzan el chevrolet por debajo, se retuercen pegándose a los costados. El coche hace agua levemente. Anselmo tiembla, pero enseguida comprende que todavía hay algo dentro de su muerte que le resulta impredecible. ¿Qué pasaría –piensa– si me arrojo al agua? Está claro que los tiburones devorarían a un cadáver, pero, ¿qué significa esto para el cadáver? La sospecha de que la muerte no es una sola, de que una sucesión de muertes aún es posible, se añade a aquel círculo de miedo donde comprendió que la vida permanecía dentro de la muerte a través del dolor físico.

En ese instante, Anselmo no comprende la causa de su alivio. Pero poco a poco, a medida que los tiburones empujan el coche y continúan cruzándolo por debajo, se va dando cuenta de que todo aquello es preferible. De que al menos dentro de la inamovible aceptación de su muerte todavía tiene ganas de defenderse, de huir.

Entonces le repite la pregunta a los gemelos:

–Y cuando pisemos tierra firme, en Miami, ¿entonces qué?

Bill le responde:

–No te preocupes por eso, estamos donde estamos, y el mar es tiempo que perdemos buscando la otra orilla.

–Y entonces ¿qué buscamos? ¿Para qué estamos haciendo esto?

Los gemelos dejan de atender al volante. Ha caído la noche.

–Tal vez podamos volver a ver a nuestra madre.

–¿Por qué no ha huido con ustedes, en este chevrolet? –en cuanto formula su pregunta, Anselmo repara en la respuesta obvia: cuando de golpe empezaron a subir las aguas albañales en la isla no fue posible decidir casi nada, menos aun quién navegaría con quién.

Pero la respuesta no es obvia.

–Nuestra madre murió en una balsa yéndose al Norte hace seis meses… aunque en realidad terminó yéndose al oeste y ya se sabe lo difícil que es sobrevivir en el oeste –los gemelos ríen.

Anselmo no comprende aquel alborozo.

–Se embarcó para el Norte –continúa Jack– en una balsa pequeña donde había como cuarenta negros del barrio, en busca de la tierra que nadie les había prometido, y cuando los agarró la corriente del golfo terminaron en el oeste, y los tiburones de esa zona tienen tres varas de hambre…

–Sí –dice Bill– yo creo que están resentidos porque envidian a los tiburones del Norte, estos que nos dan vueltas ahora y no hacen nada en todo el día, solo esperar a que pasen las balsas llenas de golosinas disidentes: sushi cubano para tiburones.

–Servidos en balsas, como suele hacerse en un buen restaurante oriental.

–Con palitos y todo, que es para lo único que sirven los remos.

–Alguien debería escribir un tratado sobre el ecosistema del golfo –continúa Jack sin dejar de reír– imagino que alguna cosa científica importante pueda deducirse del hecho de que los escualos del Norte se alimenten exclusivamente de balseros, de «gusanos».

–«Gusanos» rostizados, no te olvides del sol.

–No entiendo –dice Anselmo– cómo pueden hacer chistes cuando en realidad están hablando de que a su madre se la comieron los tiburones.

Jack se pone de pie en el capó, estira su cuerpo y luego lo mira fijamente. A través de la maciza oscuridad donde apenas pueden verse las palmas de las manos, los ojos de Jack se abren paso como dos advertencias encendidas:
–Respondiendo a tu pregunta de qué haremos cuando pisemos tierra firme: no nos interesa pisar tierra firme. Lo importante es navegar, estaremos navegando hasta que demos con nuestra madre muerta. Estamos felices desde que supimos que los muertos podemos vernos y hablarnos entre nosotros, ¿ahora comprendes?

Anselmo comprende. Sobre todo cuando amanece de golpe como si en un extremo del cielo alguien hubiera activado un colosal interruptor. Durante ese implacable día de travesía en que ya se han agotado las provisiones, empiezan a aparecer coches de los años cincuenta tripulados por balseros muertos desde hace mucho tiempo. Algunos navegan en sentido contrario, otros como al garete, e incluso flotan descapotables sin que nadie los tripule. Los gemelos siempre se estiran, prolongan sus ojos buscando, a veces preguntan algo a gritos y otras simplemente observan y mueven la cabeza con un optimismo que se alimenta del siguiente coche-balsa.

Nadie es de ninguna parte mientras no tenga muertos bajo la tierra, piensa Anselmo. Y en aquel mar que respira como un animal sin ojos, él no tiene a nadie a quien pueda reconocer. Entonces, en ese instante, sabe lo que tiene que hacer.

En el atardecer del tercer día, con el pellejo reseco por un sol que no cesa, consiguen arrimar el chevrolet a un enorme studebaker vacío.

Anselmo le pide a los gemelos que lo sostengan y salta. Los gemelos no dicen nada más, como si en la prolongación de las horas, o acaso desde el primer momento, hubieran comprendido que el lugar de Anselmo no estaba en acompañarlos.

Anselmo se despide alzando la mano, y mientras piensa en su mujer y sus padres que permanecen muertos en la isla, conduce en sentido contrario.


Ronaldo Menéndez (La Habana, 1970). Escritor, crítico literario y licenciado en Historia del Arte. Ha publicado las novelas La piel de Inesa, Las bestias y Río Quibú, además de varios libros de relatos. Su más reciente entrega es el libro de viajes Rojo aceituna. Radica en España.