Nettel

Guadalupe Nettel: «Me gusta ser vista como una escritora inclasificable»

Por Carolyn Wolfenzon


Guadalupe Nettel es una escritora mexicana que se define a sí misma como «inclasificable» dentro del canon de la literatura mexicana contemporánea. Sin embargo, Nettel tiene un sello que la identifica: es una autora con una mirada personal e íntima, capaz de ver los detalles mínimos ocultos y subterráneos que otros no ven y que ella percibe con una profunda sensibilidad. En sus obras recorre principalmente la Ciudad de México y el sur de Francia, lugares en los que vivió. Su obra transcurre siempre entre dos culturas (América Latina y Europa), entre dos espacios con características muy distintas (la casa de su madre y la casa de su padre), entre dos idiomas (el español y el francés), entre el mundo de la clase progresista mexicana y el mundo de los marginados como su padre (quien estuvo en prisión en México, tal como lo relata en su obra autobiográfica El cuerpo en que nací). Según la propia autora, la división de mundos también ocurre desde lo corporal y físico: un ojo que mira la realidad nítidamente, y el otro al que lo recubre un gran lunar congénito cubierto por una especie de tela de araña, con el que ella observa la realidad de manera distinta. Su nuevo libro de cuentos, El matrimonio de los peces rojos –con el que ganó el Premio Internacional Narrativa Breve Ribera del Duero en España–, además de todas las divisiones anteriores, profundiza entre otros mundos y sus conexiones: el animal y el humano. Compuesto por cinco relatos magistrales, el libro es una delicada reflexión sobre cómo se conectan ambas sensibilidades. El Festival de la Palabra en Lima, organizado por el Centro Cultural de la Universidad Católica, logró que Nettel llegara al Perú a conversar con nosotros y profundizar en su literatura y en su vida.

En tu primera novela, El huésped, logras de una manera auténtica representar ciertos juegos y temores de la infancia. En el caso de Ana, la protagonista, el juego es real; en otras palabras, hay La Cosa que la habita. ¿Cómo concebiste esa idea de ser habitada por otro? ¿De competir con un lado oscuro de ti misma?
Es un tema muy antiguo y también muy popular. Un tema que encuentras en muchas culturas y por eso mi novela empieza haciendo alusión a las otras historias de desdoblamiento. Además del cuento de Stevenson, está el doppelgänger en la cultura anglosajona, los gemelos del zodiaco, los Ibeyi yorubas y una lista larguísima. Creo que si el tema está tan presente en las literaturas de todo el mundo y de tan distintas épocas es porque está íntimamente vinculado a la condición humana. La idea de inconsciente de Freud también se puede relacionar, así como la idea de sombra de la que habla Jung. Personalmente, siempre me he sentido una creatura doble. Si te fijas en mis dos perfiles, verás que son muy distintos y esto se debe a que tengo una visión muy diferente en cada ojo. Todos nos sentimos por lo menos dobles si no es que multifacéticos. Después de leer El huésped, muchos lectores me cuentan que se identificaron y que ese huésped, que para mí era claramente la ceguera, para ellos es una enfermedad crónica que padecen, un vicio como el alcoholismo que los controla por completo, un marido insoportable del cual no consiguen deshacerse, una obsesión y otras cosas semejantes.

Se ha dicho que tu obra es íntima y no política. Sin negar lo primero, pienso que en tus dos novelas hay una mirada no poco política sobre Ciudad de México y sus problemas. ¿Qué piensas tú?
Estoy de acuerdo contigo. Yo no abordo el tema político explícitamente. Está en el contexto de las historias que cuento. Ambas transcurren en México (al menos una buena parte) y por lo tanto se filtran acontecimientos históricos y las consecuencias que tanto estos hechos como la actitud del gobierno tuvieron sobre la población. A mí me interesa la realidad política y, aunque los temas de mis libros son ajenos, es inevitable que algo de mi manera de pensar se trasluzca en mi escritura.

¿Alguna vez piensas en cuál es el lugar que tus libros te están dando dentro la literatura mexicana? No me refiero al reconocimiento, sino a las filiaciones, las conexiones entre tu obra y la de otros autores. ¿Dónde te ubicas dentro de ese panorama contemporáneo?
No pienso mucho en esto. Creo que no es a mí a quien le corresponde situarme. Los escritores mexicanos que me interesan abarcan distintas épocas y tienen estilos muy distintos. También leo a autores mexicanos de generaciones anteriores como Tablada, Arredondo, Garro, Ibargüengoitia, Tario, Rulfo, Vicens, Elizondo, Rossi, Fuentes y Paz y a autores de generaciones más cercanos a la mía como Villoro, Luiselli, Enrigue, Ortuño, Herrera o Monge. Quizás alguien me situará entre los pocos a quienes nos interesó la literatura fantástica en el siglo XX y XXI o en la línea de quienes escribieron novela autobiográfica sobre los años setenta. Lo que más me gustaría es que me describieran como «inclasificable».

Hablemos de Ciudad de México y su representación porque es un tema recurrente en tus novelas. ¿Cómo cambia tu percepción de la ciudad entre los años que van de El huésped a El cuerpo en que nací?
El huésped está exclusivamente situada en la Ciudad de México a principios de los años noventa y antes de la transición del PRI a otros partidos políticos; es decir, durante la época en que la estaba escribiendo. Se trata de una ciudad que se desdobla a medida que lo hace la narradora en su transición hacia esa otra más salvaje que es La Cosa. De los barrios de clase media como la Colonia Roma, nos vamos trasladando a otros más populares como Pino Suárez o Pantitlán, no por la superficie de la ciudad sino por sus subterráneos. Conocemos a personajes marginales como Madero o como El Cacho que representan las fuerzas políticas de oposición que operan desde la clandestinidad. En cambio, El cuerpo en que nací está situada una parte en el DF y otra en Francia. La parte de la capital mexicana que recreo es Villa Olímpica, que durante los años setenta albergó al exilio latinoamericano y a otras familias progresistas como la mía. Hay otra parte de la ciudad menos glamorosa que aparece cuando describo las visitas que hacía a mi padre en la prisión de Santa Marta Catitla y sus alrededores, pero en general no es una novela que describa mucho a la Ciudad de México.

El huésped y El cuerpo en que nací son novelas de aprendizaje y son textos donde el tema de la visión es central. ¿Se conectan estos temas para ti o es una casualidad que aparezcan en ambos textos?
El cuerpo en que nací es una autobiografía que abarca desde mi nacimiento hasta la adolescencia. Dado que nací con un problema de vista nada soslayable, era de esperar que hablara de él en este libro. Como a cualquier persona que nace con un hándicap físico, y por lo tanto social, el tema de vista me ha obsesionado siempre y de una u otra manera aparece en mucho de lo que escribo de forma más o menos explícita. En El huésped cuento la historia imaginaria de una mujer que está a punto de perder la vista y se ve dominada por una suerte de avatar suyo que no solo vive en la oscuridad, sino que representa todos sus impulsos incontrolables. Es una historia mucho más relacionada con el mundo de la literatura fantástica en la cual la ceguera puede interpretarse de muchas maneras.

Pasemos a tu último libro, El matrimonio de los peces rojos. En ese libro de cuentos dejas los relatos de aprendizaje y exploras la relación entre los seres humanos y los animales de un modo que a mí me parece muy original e innovador. ¿Cómo surge esta idea en ti?
Siempre me ha gustado observar la vida y el comportamiento animal. Aunque no me cuento entre las personas que viven rodeadas de animales, las veces que he convivido con ellos me han marcado muchísimo. No puedo dejar de observarlos y de informarme acerca de sus hábitos y, cuando lo hago, me parecen un reflejo muy claro de ciertos comportamientos humanos o rasgos de nuestra naturaleza que muchas veces nos parecen incomprensibles. Me fascina también la facilidad con la que se relacionan con su sabiduría instintiva y la naturalidad con la que reaccionan en los momentos clave de la existencia, como la enfermedad y la muerte, a las que nosotros les damos infinitas vueltas hasta perder por completo la espontaneidad. En varios de mis relatos encuentras metáforas como las que desarrollo en estos cuentos, solo que escritas al paso y sin mucho detenimiento.

Dices en el epílogo: «Todos los animales saben lo que necesitan excepto el hombre». ¿Te parece que el hombre es el animal inferior por excelencia de toda las especies?
Los seres humanos pertenecemos al reino animal. No es que nos parezcamos a ellos, sino que somos animales. Ahora bien, cada animal tiene sus propias características. En El matrimonio de los peces rojos hablo de lo desconectados que estamos los seres humanos de nuestro instinto y de nuestra sabiduría primordial que algunos llaman «corazonadas» o «intuición». Aristóteles decía: «Si quieres conocer al ser humano, fíjate en la naturaleza y en el reino animal». Uno de los temas que aparece de manera constante a lo largo de este libro es la dificultad que tenemos los seres humanos para decidir. De ahí que haya elegido el epígrafe de Plinio el Viejo. Muchas de las decisiones que tomamos en los momentos claves de nuestra vida se van urdiendo de manera silenciosa, como en el fondo de nuestra conciencia, sin que nos enteremos. Al menos es lo que le sucede a los cinco personajes que protagonizan estas historias.

En ese libro narras distintas formas de amor de padres a hijos, y también de pareja, sin idealizar las relaciones perfectas, como suele ocurrir en los medios masivos. Las parejas se vuelven ciertos animales, aquellos por los que tienen una obsesión. ¿Cómo logras que lo irreal parezca tan real en estos cuentos?
Todos están basados en experiencias mías o de conocidos cercanos. Sin embargo, ninguno describe exactamente cómo pasaron las cosas. Los seres humanos somos muy complejos y, según Lacan, no soportamos ver cumplido nuestro deseo. Mira la historia del erotismo. En cada época ha habido una infinidad de rituales alrededor de eso que para los animales resulta tan sencillo. Los hongos no son animales, pero, de la misma manera en que los animales reflejan comportamientos humanos, estos seres, al menos desde mi punto de vista, reflejan perfectamente la naturaleza de ciertos amores. Los hongos crecen en condiciones inimaginables, muchas veces con una fuerza descomunal. Un afán de supervivencia que conmueve y a la vez asusta. Algunas pasiones aparecen como ellos: cuando nos damos cuenta, ya estamos totalmente invadidos y no sabemos ni de dónde surgieron y tampoco cómo liberarnos de ellas. Hay una cantidad impresionante de hongos que no están catalogados y con el amor pasa algo muy parecido. Llamamos enamoramiento a emociones muy distintas que apenas se parecen entre ellas y, sin embargo, casi siempre está ese mismo apego que demuestran los hongos por la vida, ese afán por parasitar al otro de una u otra manera.

En tu libro de cuentos Pétalos, un japonés se identifica profundamente con un bonsái; un fotógrafo se obsesiona con los párpados de las personas; un hombre sigue el rastro de la orina de una mujer y la busca en todos los baños de la ciudad. Hay como sinécdoques, como metonimias o desplazamientos, una especie de intuición de cuerpos ausentes o inasibles. ¿Dirías que tu literatura quiere mirar más allá de lo palpable?
Yo me formé como lectora leyendo literatura fantástica: autores como Poe, Stevenson, Maupassant, Wilde, Merimée, Gautier, Lautréamont. Y después otros como Rulfo, Borges, Cortázar, me enseñaron a ver el mundo en otras dimensiones, a buscar esas grietas por las cuales uno accede a otras versiones de la realidad que nunca es tan plana como parece. Creo que todas esas lecturas y esa afición por las historias multifacéticas aparecen en mis historias sin que lo busque de forma propositiva. Se trata simplemente de una manera de ver el mundo.

Por último, quisiera cerrar esta entrevista con una pregunta más personal. En El cuerpo en que nací aludes reiteradamente a las metamorfosis que atraviesas: los cambios corporales y hormonales, los cambios en las ciudades en las que viviste (México, Francia), la vida con tus padres y luego con tu abuela, el cambio de idiomas entre un país y otro en la adolescencia, tu conexión con la comunidad magrebí en Francia y luego con los franceses adinerados en el DF a tu retorno, etc. Al leer reiteradamente la palabra metamorfosis en El cuerpo en que nací, evidentemente uno piensa en La metamorfosis de Kafka. ¿Tú te has sentido así, un poco como Gregorio Samsa, en la sociedad mexicana o en alguno de los otros espacios donde te ha tocado vivir?
Mi reflexión acerca de los trilobites y de este tipo de insectos viene del apodo o «nombre de cariño» que me dio mi madre a los dos años de edad: cucaracha. De ahí también mi interés tan grande por La metamorfosis, donde Kafka no dice el nombre del insecto, pero con el que me identifiqué de inmediato por el aislamiento que mencionas con toda razón, así como por el rechazo que el narrador sentía y que este tipo de animales genera en los demás. Un día me enteré de que las cucarachas resistían a todos los embates y que podían vivir en condiciones en las que otros animales no podrían ni soñando. Son sobrevivientes aguerridas con una larga historia, una historia de mutación, de adaptaciones constantes a su entorno y que descienden de unos de los animales más antiguos que se conocen sobre la tierra: los trilobites.

¿Estás trabajando en algún nuevo proyecto del que te gustaría contarnos?
Está en imprenta un libro sobre Octavio Paz y su idea de la libertad. También estoy terminando una novela de la que no puedo contar mucho, excepto que otra vez se sitúa en varias ciudades del mundo y tiene dos narradores.


Carolyn Wolfenzon (Lima, 1975). Ensayista y profesora en Bowdoin College (Maine).