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Cristina Rivera Garza: «Mi escritura es indecisa, irresuelta, en un suspenso constante y sin solución»

Publicado el abril 23, 2015

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«Mi escritura es indecisa, irresuelta, en un suspenso constante y sin solución»

Poética y lenguaje de Cristina Rivera Garza

Por Carolyn Wolfenzon


Encontrar a Cristina Rivera Garza (Tamaulipas, 1964) es difícil incluso por la vía virtual. Siempre está viajando, dictando conferencias o cursos, o haciendo todo a la vez. Finalmente, pudo contestarme la entrevista desde un cuarto de hotel en Santiago de Chile, donde tenía disponible una sola hora para hacer esto y más. Las respuestas fueron dadas «al galope», sin que ella escribiera la respuesta debajo de cada pregunta. Luego, tuve que repensar la entrevista, y decidir cuál respuesta pertenecía a cada pregunta: un rompecabezas al revés y de gran dificultad porque, en algunos casos, hubo afirmaciones que no pertenecían a ninguna pregunta y preguntas que se quedaron sin contestar. De esta manera, me vi haciendo el mismo ejercicio mental que practico cuando leo sus novelas: yuxtaponer, recomponer, asociar, parchar, completar oraciones e ideas, y conectar sus libros que siempre están en diálogo con otras obras. En el estilo de Cristina Rivera Garza, en su manera de narrar, nada es concluso, cerrado o tajante. Todas sus ficciones exigen una participación activa por parte del lector, donde juntos, tanto escritor como lector, van creando y montando el significado y alusiones de lo narrado. Esta técnica, que estaba presente desde su primera novela, Nadie me verá llorar, y que fue perfeccionando con las siguientes entregas (La cresta de Ilión, el policial La muerte me da y Verde Shangai) han llegado a su máxima expresión en sus más recientes obras: Dolerse. Textos de un país herido y Los muertos indóciles, donde Rivera Garza practica la poética citacionista, es decir, desapropiando los textos de otros, despedazándolos, rompiéndolos y reestructurándolos. En el caso de Dolerse, ella considera que esa era la única manera posible de narrar la extrema violencia que vive México desde que inició la guerra contra el narcotráfico. Yo, personalmente, viví la poética citacionista, porque al recomponer, pegar y adjuntar las preguntas con las supuestas respuestas de esta entrevista, me vi inmersa en el citacionismo como estética colaborativa.

La novela Nadie me verá llorar ocurre en un manicomio. ¿Cómo surge tu interés por la locura y concretamente por el manicomio La Castañeda?
Ahora, tantos años después, veo a Nadie me verá llorar como uno de mis primeros acercamientos a la escritura documental. En lugar de proceder bajo la premisa de la «inspiración genial», me dejé llevar por la lectura, por la función de la lectura como actividad creadora. Una suerte de trampolín. Yo llevaba a cabo, como he dicho en otros lados, la investigación necesaria para escribir mi tesis de doctorado en Historia. Encontrar primero y, después, leer los expedientes de los pacientes (se les llamaba internos entonces) de La Castañeda cambió en mucho mi entendimiento de la lectura. No era, por supuesto, un acto de consumo o de recepción, sino un proceso de creación en sí. Me interesaba crear todavía una suerte de anécdota (y aquí la línea anecdótica en sí es la ficción) para mantener juntos una serie de fragmentos, unos ciertos trozos de lenguaje, en los cuales encarnaba la tensión, desazón, y también la dignidad con que hombres y mujeres pobres, enfermos, en muchos casos desechos, enfrentaron los retos de la modernización pre y pos-revolucionaria. Trabajé muy de cerca con ese lenguaje y lo leí, al lenguaje yuxtapuesto, abigarrado, de los expedientes, como si se tratara de inéditos. En efecto, en cada uno de mis libros posteriores he trabajado dialógicamente con otros autores (Amparo Dávila en La cresta de Ilión; Alejandra Pizarnik en La muerte me da; los cuentos de los hermanos Grimm en El mal de la taiga; mi propia La guerra no importa en Verde Shanghai), pero en Nadie me verá llorar mis interlocutores, los autores con los que imaginaba críticamente ese mundo de inicios de siglos fueron esos hombres y mujeres que, por ser diagnosticados como locos, se convirtieron en autores anónimos de las historias de sus vidas, ahora archivadas (Benjamin diría «redimidas») por un sistema de registro y, claro que sí, de memoria.

El burdel donde trabaja la protagonista Matilda se llama La Modernidad y esto es provocador porque Nadie me verá llorar narra muchas transformaciones sociales en México en el siglo XIX. Sin embargo, no se había planteado la conexión entre modernidad y locura. ¿Cómo ves tú esa conexión?
La locura es el lado B de las cosas. La serie de conductas que, en su momento, han sido diagnosticadas como síntomas de una enfermedad mental depende en mucho de los contextos en que estas ocurran. Uno nunca cae enfermo aisladamente. El enfermo no cae propiamente en una cama, sino en un contexto. Los diálogos en los que los signos del padecimiento se convirtieron en una enfermedad se llevaron a cabo en el Manicomio General. De ahí, de esos diálogos, emergieron los primeros psiquiatras y, naturalmente, los primeros locos (en el sentido moderno). De ahí, de esas primeras traducciones (del lenguaje popular del cuerpo al lenguaje en apariencia científico de la medicina) también surge una lectura de lo que la modernidad mexicana era o pretendía ser. La conexión es, pues, tensa, plagada de equívocos, tendenciosa, partidista, dramática, desigual. Por eso, y no por otra cosa, Nadie me verá llorar habita precisamente ahí, en esa delgadísima línea en que se decidía lo que se aceptaba como posible, es decir, como real. Por eso me interesaba tanto traer a colación el lenguaje en sí de los llamados internos. El novelista menos como normalizador de un lenguaje y más como el sampleador que pone en juego pedazos de ese lenguaje para que choquen con los ojos, siempre históricos, del lector. La novela como el foro de fragmentos en que con frecuencia se torna una conversación. La lectura como el proceso mismo de actualización –que no armonización– de los hechos.

En Nadie me verá llorar como en La cresta de Ilión abordas el tema de la homosexualidad. ¿Cuál es tu interés por ahondar en las relaciones homosexuales?
El cuerpo, el carácter polimorfo de la sexualidad y la tensión que rodea a las definiciones de género han sido preocupaciones mías a lo largo de todo mi trabajo. En La cresta de Ilión esa exploración toma la ruta de lo fantástico y, por la cantidad de alusiones y, de hecho, citas directas (siempre en cursivas) al trabajo de Dávila, forma parte de una estética citacionista ya. He dejado que el discurso de la Dávila se aparezca y perfore el universo de La cresta de Ilión una vez más para encarnar el diálogo productivo de toda lectura, para señalar el paso del tiempo como un paso material que contribuye a la transformación de los significados, y también para anclar las múltiples lecturas del cuerpo y sus géneros. Leía a Butler entonces, ciertamente, pero también leía a Bernstein y a Silliman, leía sobre la nueva oración y la orgánica relación entre fondo y forma.

En La cresta de Ilión aparece el fantasma de la autora mexicana Amparo Dávila. ¿Qué te motiva de ella para traerla como fantasma? ¿Pensaste en Pedro Páramo y Aura cuando la escribías?
Las atmósferas de Amparo Dávila siempre me sedujeron. Mi anécdota favorita sobre mi lectura de, por ejemplo, «El huésped» –uno de sus cuentos más reconocidos– es que lo leí en una época en que no se leía nada a la Dávila. El cuento, que es de una factura insidiosa y perfecta, se quedó conmigo. Incluso cuando lo olvidé se quedó conmigo. Eso lo supe cuando, años después, cuando escribía ya La cresta de Ilión, seguía más o menos, muy a tientas, algunas de sus premisas. En esos días me llegó un libro por correo. Era un regalo. Un libro de cuentos de Amparo Dávila que incluía, naturalmente, «El huésped». Me reí mucho, por supuesto. Y decidí hacer de ese encuentro, que justo en ese instante se transformaba en un encuentro necesario y acaso brutal, la base misma del relato. «No somos fantasmas, somos apariciones», me hubiera gustado que Las Emisarias de La cresta de Ilión hubieran dicho alguna vez eso. Parpadeos. Banderas que se alzan y anuncian lo que después vendrá. O no. El misterio es así. Todo enigma, cuando lo es, conduce a un enigma mayor. Por cierto, tanto Pedro Páramo como Aura forman parte de mis lecturas sobadas y queridas.

Tu novela policial me atrapó desde la primera línea, La muerte me da. En ella el personaje de la escritora Cristina Rivera Garza hace una reflexión sobre la literatura de mujeres donde se recoge todo tipo de opiniones al respecto. ¿Qué piensa sobre este tema la persona Cristina Rivera Garza?
Me preocupaban muchas cosas cuando escribía La muerte me da. Todavía el horrorismo (el concepto es de Adriana Cavarero) no se convertía en la condición cotidiana de vida en México, pero ya había atisbos enormes que anunciaban que, pronto, la saña con que se desfigura no solo el cuerpo sino la condición humana de un cuerpo nos dejaría apabullados a nivel tanto individual como social. Teníamos años leyendo ya noticias sobre los feminicidios, que entonces parecían ser solo de Ciudad Juárez, pero que se han vuelto una constante nacional. En una de sus vertientes, La muerte me da intentaba ver esa misma realidad desde el otro lado del tablero. Si la violencia marcada en el cuerpo femenino (en esa víctima que por definición, y hablo aquí incluso de la gramática, es siempre femenina) parecía no alertar a la población, ¿pasaría algo si la violencia se inscribía en el cuerpo masculino? Más que una venganza simbólica, lo que hay de fondo, creo, es una pregunta de otredad. Un reclamo. Una interpelación.

La idea del lenguaje como penetración corporal, como algo que deja una herida en un cuerpo, problematiza el rol del crítico literario porque constantemente estamos cortando los textos para interpretarlos: ¿crees que la crítica literaria «mata» a la literatura?
Me preocupaba también, y esto también de manera fundamental, la relación entre los géneros así llamados literarios. Me acercaba cada vez más a la noción de escritura, alejándome de la literatura piramidal. Quería poner una bomba y hacerlo explotar todo. Quería registrar los pedazos, no necesariamente juntarlos, y entregarle al mundo lo que me daba a mí. La obsesión de Pizarnik por la prosa, una práctica que ella asociaba a la morada o el refugio, me parecía demencial. Quería alejarme de nociones esencialistas de la violencia y el mal (atribuyéndolos ideológicamente al otro) y reconocer su génesis en esto que nosotros hacemos: esculcar, partir, diseccionar, abrir. Pensar, decía María Zambrano, es un acto de violencia. Tendríamos, entonces, que empezar por ahí.

Utilizas la expresión escrituras colindantes para aludir a tu estilo. ¿Lo puedes explicar?
Las llamé escrituras colindantes al inicio –el tipo de práctica escritural que se posiciona no en género alguno, sino precisamente entre géneros–. Más que híbrida (una noción que presupone un cierto tipo de normalización o de armonía), indecisa, irresuelta, en un suspenso constante y sin solución. Benjamín describía así, por cierto, a la personalidad destructiva. En el cruce de caminos por elección.

¿Dirías que Dolerse. Textos de un país herido es una de tus escrituras colindantes más agresivas?
Los libros que he venido escribiendo en los últimos años han crecido en esas regiones. Dentro de una poética citacionista (siempre trabajando de cerca con el lenguaje de otros), desapropiando más que apropiando ese bien común que es la materia prima con la que trabajamos: el lenguaje de otros. Hace un par de años, la editorial independiente Surplus, publicó Dolerse. Textos desde un país herido (de la cual aparecerá una segunda edición remix bien pronto) donde, siguiendo un principio de yuxtaposición, abigarré poesía documental y crónica, ensayo histórico y hasta ficción. No podía acercarme a la violencia de horrorismo mexicano de otra manera. El valor de la ficción (y en esto estoy de acuerdo con Knausgård) en un mundo que se ha vuelto pura ficción es nulo. Creo que a eso se debe el creciente interés de lectores y escritores por las poéticas del yo, como queda claro en la popularidad de relatos autobiográficos que ahora llamamos de autoficción. A mí me interesa ese yo, en efecto, pero no aisladamente. Me interesa el yo plural, el yo en conexión íntima y difícil con otros. El yo relacional. Dolerse es mi manera de entender esa transición. Es, también, la manera en que me posiciono al respecto, como escritora y como ciudadana.

¿En una línea similar aparece Los muertos indóciles en el 2013?
Los ensayos de Los muertos indóciles: Necroescrituras y desapropiación, que Tusquets México publicó el año pasado, es una exploración comparativa de escrituras contemporáneas cuando deciden tomar el toro de la tecnología y de la violencia por los cuernos. He leído con mucha atención a escritores conceptualistas de los Estados Unidos (y no solo a Kenneth Goldsmith, de quien tanto se habla; traduje también al español Notas sobre conceptualismos, de Vanessa Place y Robert Fitterman), a esa veta maravillosa que es el post-exotismo francés, en palabras de Antoine Volodine; y a escritores de la comunidad latinoamericana, un concepto que retomo del antropólogo mixe Floriberto Díaz. El libro es un esfuerzo por hacer visibles esos diálogos que nunca de manera gratuita o fácil establecen escrituras de distintas tradiciones ejercidas en lenguas distintas también.

Por último, el lugar desde donde naciste, el norte de México, me imagino que influye mucho en la mirada que tienes de tu país, ¿cómo ve México Cristina Rivera Garza?
Tengo más de la mitad de la vida residiendo en Estados Unidos. Cuando me lo preguntan, cuándo en foros públicos me hacen la consabida pregunta de la identidad, he contestado con frecuencia que soy una escritora mexicana que vive y trabaja en Estados Unidos. En realidad todo es más complejo, como debe. Mis abuelos maternos, por ejemplo, hicieron gran parte de su vida en Estados Unidos antes de regresar a México gracias a la reforma agraria del Cardenismo. Si vamos a hablar de trayectorias y pertenencias, tendría que decir que esa línea que algunos identifican como la línea de origen pasa, en mi caso, por y a través de la frontera entre México y Estados Unidos por generaciones ya. He trabajado ya por bastante tiempo en la Universidad de California, San Diego. Más específicamente en el MFA Program in Creative Writing. Y lo digo así, en inglés, porque el programa que he dirigido desde hace un par de años es, en efecto, un programa de escritura creativa en inglés –sí, mi segunda lengua–. Esta relación, digamos, extraña con el lenguaje, me coloca de entrada en el trance de la traducción. Es un sitio incómodo y, por lo mismo, productivo. Desde ahí, con todos esos lentes y todas esas mediaciones, veo lo que ocurre en mi país –¿o debería decir: en mi otro país?–. Desde el punto de mira que se coloca justo en el borde, entre San Diego, California, y Tijuana, Baja California. Desde aquí. Donde hay diferencia, hay frontera, y en ese sentido hay fronteras en todos lados; pero cuando para pasar de una calle a otra hay que mostrar documentos de identidad y responder, tácita o factualmente a la pregunta ¿quién eres?, y sobre todo cuando la respuesta te garantizará o te negará el derecho de pasar, entonces la brutalidad de las desigualdades fronterizas queda expuesta sin tapujos, y acaso sin metáfora alguna. De eso se trata ver la vida desde aquí. De eso se trata vivirla desde aquí. Y escribirla, claro está. Lejos de la fascinación y la práctica centralista del medio cultural mexicano, sin embargo, las cosas se vuelven en efecto más interesantes. No por nada los ejes de la producción cultural en el siglo XXI mexicano se han ido desplazando lenta pero efectivamente desde el centro del país a lugares que me son próximos como Tijuana, en el norte, en la frontera donde yo habito, o en Oaxaca, uno de los estados que mantiene una relación viva y compleja con su presente indígena. La violencia, pero también las muchas maneras en que la sociedad civil ha enfrentado, y con tanta dignidad, esa violencia desaforada del capital financiero y su estado neoliberal, se ven más claro desde aquí.

¿Qué temas te atraen para escribir actualmente?
Ahora estoy muy interesada en otro giro. A lo que el antropólogo Eduardo Kohn se acerca en How Forests Think, o el filósofo italiano Maurizio Lazzarato en Signs and Machines: el giro no humano. Articular el yo plural al contexto comunal que lo precede y le da existencia no es suficiente. No podemos actuar ni escribir como si la mediación maquínica fuera optativa en nuestra época. No podemos actuar ni mucho menos escribir como si la subjetividad en juego fuera únicamente la humana. Mi reto escritural estos días es producir textos no solo con máquinas o con las subjetividades fuera del antropocentrismo de nuestra especie, sino desde ellas mismas. Don DeLillo se hacía una pregunta maravillosa y fundamental en una de sus novelas que me gusta mucho (The Body Artist): ¿y qué mundo verán los pájaros a través de nuestras ventanas? Lo que escribo estos días intenta responder esa pregunta básica, humilde, despiadada


Carolyn Wolfenzon (Lima, 1975). Ensayista y profesora en Bowdoin College (Maine).


Álvaro Enrigue: «Me interesa escribir en los márgenes de lo que espera el lector»

Publicado el septiembre 24, 2014

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Álvaro Enrigue: «Me interesa escribir en los márgenes de lo que espera el lector»

Por Carolyn Wolfenzon


Álvaro Enrique se ha convertido en una de las voces más multifacéticas de la literatura mexicana. Es difícil encasillarlo como portador de un tema literario que cohesione su obra, y sería imposible buscarle un estilo en particular, un sello Enrigue. Los argumentos de sus libros son diversos. Van desde una reflexión profunda sobre la filosofía del arte en La muerte de un instalador, la historia del tenis en Muerte súbita, la identidad mexicana sentida desde los Estados Unidos en Hipotermia, la reencarnación en Vidas perpendiculares y la Revolución mexicana en Decencia. Pero, a pesar de esta variedad temática, quizá lo que todas estas narrativas tengan en común sea llevar los géneros literarios al extremo y probarlos todos juntos o por separado en una misma obra. No existe recurso narrativo en el que este autor no haya incursionado: la crónica periodística, el ensayo, las cartas, los diarios, las relaciones de viajes, todos y más. Álvaro Enrigue tiene en su haber novelas que pueden ser leídas como cuentos, cuentos que pueden ser leídos como novelas y ensayos que pueden ser leídos como un partido de tenis. Lo que busca este autor mexicano es mostrar la versatilidad literaria en toda su expresión, jugar con los géneros y hacerle pensar al lector en todas las posibilidades comunicativas de la literatura. Leerlo es un reto, como es un reto lo que Enrigue hace con la deconstrucción del género novela.

Me impresiona la variedad de temas que tocas en tus diferentes novelas. Trabajas muchos argumentos en cada una y temas distintos si las comparamos entre sí. ¿Cómo definirías tu propia literatura? ¿Es precisamente esa versatilidad la que te define?

Mi respuesta es un tópico, pero qué se le puede hacer: así es a veces. Yo veo el continuo de mi trabajo en la reiteración de ciertas formas, que se han ido radicalizando de La muerte de un instalador a Muerte súbita y el libro en que estoy trabajando. Me interesa la fluidez entre los géneros, escribir en los márgenes de lo que espera un lector de una novela, un ensayo, un libro de cuentos, para generar un poco de incomodidad como maniobra de distracción: actuar como 10 jalando marca para que el 9 se pueda colar al área. Si escribir ficción es contar A para representar B, la continuidad de mi trabajo está en la insistencia en A.5. Y me interesa trabajar con el tiempo como sustancia flexible porque es la única peculiaridad de la novela como género: todo lo demás es decible siguiendo cualquier otra forma establecida. La parte argumental de los libros me da lo mismo, se despacha rapidito: boy meets girl, poet meets painter, boy meets older woman, etc. En todo caso, procuro que mis personajes sean gente que me entretenga y caiga bien: lidio años con ellos.

En La muerte de un instalador me pareció interesantísima tu reflexión sobre el arte moderno. Es verdad que desde los ready-mades de Duchamp muchos críticos piensan que cualquier cosa puede ser arte. Sin embargo, creo que la novela no se queda en esa discusión de por sí problemática. También hay una conexión entre la historia política de México y esta idea banalizada del arte. ¿Estoy en lo correcto? ¿La puedes explicar?

Una novela es un juguete. Impones unas reglas, las sigues hasta tan lejos como puedes y hasta un poquito más. La muerte de un instalador es una novela sobre el fin del siglo XX y las promesas que no se cumplieron en México. Creo que es una novela muy política sobre el fracaso de México como república. Por eso está situada en ese espacio de modernidad impostada muy tercermundista que fueron las galerías de arte alternativo de fines del siglo pasado en el DF, en las que el diúrex se notaba por todos lados. Ahora veo que ese proceso de globalización tenía más que ver con una conmovedora urgencia por salir del siglo del nacionalismo revolucionario que con una verdadera inserción de la cultura mexicana en los medios mundiales. Me queda claro que era en realidad un fenómeno enternecedor, que además terminó siendo semilla de un montón de gestos creativos importantes. El destino luminoso de muchos de los artistas de los que me pitorreaba en el libro les dio la razón a ellos y no a mí. Pero entonces no podía ver todo eso. Lo único que tenía es lo que tienen los escritores jóvenes (y tal vez con lo que escriben mejor): impaciencia, rabia, mala leche. Es una novela escrita por un desesperado.

Cuéntame un poco más sobre esos artistas mexicanos que utilizaban la cinta adhesiva diúrex. ¿Cuáles tuviste en mente? ¿Un velorio con rosas en el poto, podría en ese contexto histórico ser considerado una obra de arte?

Se dice el pecado, no el pecador. Y sí, una rosa verde en el culo de un muerto, en el contexto correcto, siempre puede ser una obra de arte.

El personaje del millonario Aristóteles Brunell en La muerte de un instalador cuenta cómo sus antepasados lograron enriquecerse a través de la construcción de un burdel durante la Revolución. Luego la historia se repite de una forma planificada y artística al convertir su mansión en el burdel Los hedonistas cansados. ¿Al hacer esto estás sugiriendo que la historia mexicana es antihistórica, en el sentido de que la historia no avanza en el tiempo?

La más pendeja y criminal de todas las ideas que hemos tenido como especie es la de «progreso», sin ninguna duda.

Estoy de acuerdo con la respuesta, pero no sé si me has respondido. La idea del burdel, y luego ese mismo burdel convertido en farsa, ¿tiene una connotación política?

¿De veras crees que hay necesidad de que lo diga? No es una metáfora de la que esté muy orgulloso, fue un libro que escribí siendo muy joven. Pero va, pues: las oligarquías mexicanas siempre han tratado al país como su burdel. El proceso de independencia fue en realidad un traslado de la Metrópoli a la ciudad de México –en el sentido de que el país siguió siendo territorio colonial, pero de la cleptocracia capitalina– y la Revolución supuso un cambio de manos de unos cleptócratas a otros. Y ahí estamos: el PRI recuperó la presidencia, ahora democráticamente, en 2012. No es, como dice la derecha, que la Revolución haya sido solo un desorden: mal que bien surgieron instituciones importantes del interminable periodo del nacionalismo revolucionario, pero no es un sistema que se pueda definir por su solvencia moral.

¿Cómo nace Hipotermia?

Una depresión brutal de años, claramente. Cuando tengo que trabajar con ella otra vez con los traductores pienso: «coño, si no tuviera la escritura, me habría matado». Estaba en un momento muy bestia. Había trabajado durante más de un lustro en una novela a la que absolutamente nadie le hizo caso cuando salió –El cementerio de sillas, cuyos derechos por suerte recupero este año–, así que me había resignado a ser académico, pero tampoco conseguía trabajo en ninguna universidad. Daba unas clases de español horrorosas a domicilio para una empresa infame. Me acababa de divorciar y vivía en DC, que es una ciudad carísima, así que todo lo que ganaba se iba íntegro a la renta y con los centavos que me quedaban tenía que comer, hacerle una vida a mi hijo mayor, pagar el transporte. Acostaba al nene y me ponía a escribir en gin-tonic hasta que me derrumbaba. Si no hubiera sido por ese nene que sigue siendo mi mejor interlocutor, no sé en qué hubiera terminado la cosa. Dejé de contestar correos. Un día, Cristopher Domínguez, el crítico literario, pasó por DC y de plano fue a tocar a mi puerta hasta que le abrí. Me vio en tal estado que me consiguió un trabajo en México, como editor de Literatura del Fondo. Lo dejé todo como se deja a un novio tonto. Ya en México escribí el capítulo que permite que el libro sea leído como una novela –«Sobre la muerte del autor»– y le mandé el original a mis editores de entonces en España, que lo rechazaron. Pensé: «Son los dioses», y pedí un día libre en el trabajo para irme al mar, nomás a olvidar, a resignarme a volver a empezar, como hace Ishi en ese cuento del que hablé antes y que es el corazón de Hipotermia. Antes de hacerme al Golfo pasé tempranito a la oficina a cerrar algún pendiente –el editor de Literatura del Fondo es la persona más demandada y peor pagada de América Latina–. Abrí el correo por no dejar y había un mensaje de Jorge Herralde. Le había gustado, quería publicarlo. Los cabrones de los dioses siempre habían estado de mi lado, pero metieron la mano un segundo antes de que me estampara.

¿Por qué el nombre Hipotermia?

No sé, reflejaría un estado mental. Se llamaba Summa Amaricanae, pero a Herrlade le pareció que con un título en latín íbamos a vender todavía menos de lo que vendimos –el libro ha tenido muy buena suerte, pero carburó muy lento–. Propuse otros, que ya no recuerdo. Nos quedamos con ese porque era una sola palabra. Me gustan los títulos con una sola palabra.

En Hipotermia hay una crítica a la figura del intelectual. Aunque este no es un tema ajeno en la literatura mexicana (está presente en Mariano Azuela, en Jorge Ibargüengoitia), creo que tú le agregas el componente norteamericano a esta reflexión. ¿El tema de ser un intelectual en México y la relación entre México y Estados Unidos están conectados para ti?

Creo que ya no existen los intelectuales. Fue un fenómeno muy localizado en la posguerra europea, que sobrevivió hasta el final de la Guerra Fría en América Latina básicamente por lo que tiene de aberrante –en la lista de aberraciones regionales figuran los hermanitos Castro prominentemente–. Al terminarse el mundo bipolar, los intelectuales volvieron a ser lo que eran: profesores, periodistas, poetas.

Decencia es tu libro más político e irónico. Como en Muerte de un instalador, trazas una sugerente conexión entre el México de la Revolución de 1911 y el México de 1970 con el movimiento comunista del 23 de Septiembre. El general revolucionario es quien ayuda a los secuestradores (nuevos comunistas) que lanzaron la bomba a la embajada de Estados Unidos. ¿Estás sugiriendo la similitud de los dos movimientos? ¿Su fracaso?

Yo creo que todas mis novelas son igual de políticas. El tema del parricidio en Vidas perpendiculares, por ejemplo, tiene que ver con el rol de mi generación en la desarticulación del Estado protector nacionalista revolucionario, lo que Paz llamaba genialmente «el ogro filantrópico». Decencia parece más política porque cala en el problema más actual del narcotráfico en México. Termina justo con la fundación del Cártel de Guadalajara. Es una meditación sobre el fracaso de la Revolución en términos de generación de instrumentos de comunicación distintos a los balazos. Pero una novela, por suerte, es mucho más que las necedades que le desesperan a su autor. Citas una cosa que era muy importante para mí durante el proceso de escritura del libro, que en buena medida respondía a la pregunta: ¿qué hubiera pasado si unos guerrilleros de los años setenta se hubieran visto forzados a convivir con un general de la Revolución de 1910? Entre otras cosas, la novela es una caja de herramientas especulativas para pensar lo que la Historiografía no permite. Las novelas también producen conocimiento, es solo que la condición para que lo produzcan es, precisamente, que no sea demostrable.

Vidas perpendiculares parte de la idea de la acumulación de vidas que tiene un ser humano (lo que tú llamas en la novela vidas perpendiculares). ¿Eso podría entenderse como una reencarnación?

La anécdota es esa: ¿qué pasaría si un niño pudiera recordar sus vidas anteriores? ¿Qué clase de niño sería? Pero esa es solo la anécdota. El tema de la novela son los límites de la novela entendida como máquina divina y promotora de sistemas falocéntricos: ¿hasta dónde puedes jalar el hilo para que un montón de historias distribuidas caóticamente en el soporte «libro» sigan siendo leídas como una novela? ¿Dónde se acaba la identidad del género con la figura del padre? Es una novela sobre cómo se usa el tiempo en la novela. Si lo revientas, el mundo se puede leer de una manera más horizontal.

El personaje mexicano Jerónimo Rodríguez Loera puede recordar varias de sus vidas pasadas: fue un sacerdote napolitano cazador de monjes y pecador, fue una joven en Jerusalén a quien su padre quiere casar a la fuerza, fue un budista que descubre la infidelidad de su mujer con su propio hermano. Todas estas vidas perpendiculares dialogan simultáneamente con el presente mexicano que es la historia de Jerónimo en México. ¿Qué tienen para ti en común esas historias que datan desde el nacimiento de Cristo y que recorren Italia en el siglo XVII y otras épocas?

No es casual que San Pablo aparezca en el cogollo mismo de la novela, justo antes de que inventara esta cosa tan rara y única en la Historia que es el tiempo judeocristiano: un tiempo con principio y fin, que funciona como una raya y no como una esfera. Para que el tiempo pudiera ser lineal –la novela solo es posible en culturas que suponen que las cosas empezaron un día y se van a acabar otro, es un género monoteísta y autoritario– había que inventarse un mundo lleno de jerarquías, un mundo en el que nadie pudiera tirarse al sol encuerado nomás a estar contento. Eso fue lo que hizo San Pablo: si hay un fin, es porque tenemos que llegar a él y ese fin es el principio: el Padre. No todo lo que está mal en el mundo viene de ahí, pero todo lo que está mal en nuestro mundo empezó con la necedad de que el progreso existe y culmina nuestro arribo al gran falo de Dios.

Muerte súbita me ha parecido un libro interesantísimo y además muy complejo. ¿Cómo se te ocurrió la idea de narrar una novela como un juego de tenis?

El origen de una novela siempre es misterioso. Estuve años investigando al personaje de Caravaggio, con muchas ganas de escribir una novela en la que apareciera, porque es una figura fascinante. Y cuando me encontré, en uno de los muchos libros que fui leyendo sobre él, que además de ser el primer artista propiamente moderno de la historia, era un estupendo jugador de tenis, sentí que se abría el túnel y se veía el césped de la cancha.

¿Por qué escogiste a Quevedo y a Caravaggio como los contrincantes de este duelo deportivo?

¿Quién más habría sido un contrincante digno? Aunque ambos estaban en lados opuestos de la disputa ideológica de la Contarreforma –Caravaggio formaba parte de las mafias favorables a Francia en su Roma y Quevedo no podría haber sido un defensor más intenso del Imperio– los acercaban muchas cosas: hay un parentesco claro entre los santos pobres de Caravaggio y la escoria madrileña de la poesía pícara de Quevedo, un poder de observación similar, un catolicismo muy de dientes pa’fuera que con rascarle un poquito se convierte en un humanismo ateo: los poemas metafísicos de Quevedo, las vírgenes putas de Caravaggio. En términos biográficos también se parecían: ambos tenían una gran capacidad para meterse en líos espantosos que al final los llevaron a la tumba, ambos eran calaveras temibles y criminales tolerados por la obviedad de su genio, ambos tuvieron protectores poderosísimos con los que tenían comercios dudosos.

En un pasaje de la novela, el narrador dice: «No sé, mientras lo escribo, sobre qué es este libro. Qué cuenta. No es exactamente un partido de tenis. Tampoco es un libro sobre la lenta y misteriosa integración de América a lo que llamamos con desorientación obscena el “mundo occidental”». Yo te pregunto: ¿Quisiste atreverte a escribir un libro sobre la entrada a la Modernidad?

Yo sigo sin tener claro de qué se trata el libro, pero he tenido el privilegio –único, maravilloso, capital, indudablemente inmerecido, ya me puedo morir, etc.– de leer o escuchar a algunas de las mentes más lúcidas de la lengua pensando sobre él, y suelen coincidir en esa teoría. Ha sido un libro con suerte, que ha sido leído con gran generosidad.

En toda tu obra siempre están distintos momentos de la historia de México y, de manera paradójica, es en tu última obra en la que te remontas al período más antiguo: la llegada de los españoles. ¿De alguna manera, en este largo viaje que ha sido intentar entender México, has necesitado retrotraerte a la Conquista para comprender mejor la semilla del conflicto mexicano?

No sé. Vidas perpendiculares tiene un episodio prehistórico, anterior al lenguaje. Otra vez, un juego: ¿cómo se cuenta la historia de alguien que todavía no sabe hablar? Como sea, nunca jamás me he propuesto escribir sobre México como programa. Es más bien que México está ahí, enfrente, todo el tiempo. Maravilloso y desesperante, adorable y cabrón. Es mi otero, mi punto de mira, pero no es un programa. Es más, lo que sale en Muerte súbita no es México, ni siquiera Nueva España o el Imperio Mexica. Es lo que hubo en medio, ese alucinante mundo en gestación, todavía con nombres múltiples, que hubo durante diez, quince años después de la Conquista. Y ahí se puede conectar con tu pregunta anterior. Lo que había entre la gente del Renacimiento y la gente de la modernidad temprana era Tenochtitlán. El barroco –Quevedo y Caravaggio, sus puntas más altas– es imposible sin la lenta y dramática desintegración del imperio azteca. Al caer Tenochtitlán, Europa tuvo por fin un puerto seguro –el de Acapulco– para comerciar con Oriente. El mundo se volvió global por primera vez. El oro americano, además, produjo la reconstrucción de Roma, financió la navegación y exploración flamenca, francesa y británica, abrió China –el peso mexicano de plata circuló en China como moneda hasta el siglo XVIII–, produjo el excedente que permitió la invención de mecanismos que condujeron eventualmente a la Revolución Industrial. Eso lo dicen los historiadores, no yo. Mi novela especula sobre lo que ellos no pueden decir. ¿Cómo es posible que todo eso haya sido generado por el menso de Hernán Cortés?

Cierras el ciclo en Decencia con la aparición del Cártel de Guadalajara. ¿Crees que la literatura mexicana va a ahondar en el tema del narcotráfico tanto como lo hizo con la Revolución?

Soy escritor, no profeta: no tengo idea de qué vaya a pasar.

En la literatura mexicana reciente siento un escepticismo brutal para el cambio…

La literatura nunca ha contado la cara dulce de las cosas: no es su trabajo decir lo que está bien. En ese sentido, siempre es escéptica y está de malas.

¿Ves alguna salida para México?

Por supuesto que México tiene salida. Hay una muy fácil: legalizar las drogas. Hay una idiota, que es en la que están empeñados los gobiernos de todo el mundo: no legalizarlas, esperar a que se cumpla el ciclo de violencia y se desplace al Caribe y Centroamérica, y ya que llegue ahí, seguir esperando para que se desplace a otro lugar y así. Pero ojo: los procesos históricos no se miden por lo que dice la nota roja de sus periódicos durante un periodo. No creo ni siquiera que el problema del narcotráfico sea el mayor problema de México. No que no sea gravísimo, pero es resultado de otros problemas más hondos. Es solo que los periódicos le dan vuelo, porque vende muy bien: por un lado es cuantificable, por el otro, es glamorosamente gore. Un negocio redondo.

Me interesa mucho el tema del fantasma en la literatura. Noto que aparece con insistencia en tu obra (algunas veces con mucha ironía como en Decencia), pero está muy presente en diversos autores. ¿Por qué crees que este tema sea tan recurrente en el imaginario mexicano?

No sé. Mis fantasmas siempre son accesorios. Eso habría que preguntárselo a la Luiselli, que hizo lo imposible: escribir una novela mexicana de fantasmas –después de Rulfo, se entiende– y salirse con la suya. Si quieres le pregunto yo, ahorita que vuelva de dar clases.

Al principio de la entrevista mencionabas el proyecto en que estás trabajando. ¿Nos podrías dar un adelanto?

No, es de mala suerte.


Carolyn Wolfenzon (Lima, 1975). Ensayista y profesora en Bowdoin College (Maine).


Guadalupe Nettel: «Me gusta ser vista como una escritora inclasificable»

Publicado el julio 17, 2014

Nettel

Guadalupe Nettel: «Me gusta ser vista como una escritora inclasificable»

Por Carolyn Wolfenzon


Guadalupe Nettel es una escritora mexicana que se define a sí misma como «inclasificable» dentro del canon de la literatura mexicana contemporánea. Sin embargo, Nettel tiene un sello que la identifica: es una autora con una mirada personal e íntima, capaz de ver los detalles mínimos ocultos y subterráneos que otros no ven y que ella percibe con una profunda sensibilidad. En sus obras recorre principalmente la Ciudad de México y el sur de Francia, lugares en los que vivió. Su obra transcurre siempre entre dos culturas (América Latina y Europa), entre dos espacios con características muy distintas (la casa de su madre y la casa de su padre), entre dos idiomas (el español y el francés), entre el mundo de la clase progresista mexicana y el mundo de los marginados como su padre (quien estuvo en prisión en México, tal como lo relata en su obra autobiográfica El cuerpo en que nací). Según la propia autora, la división de mundos también ocurre desde lo corporal y físico: un ojo que mira la realidad nítidamente, y el otro al que lo recubre un gran lunar congénito cubierto por una especie de tela de araña, con el que ella observa la realidad de manera distinta. Su nuevo libro de cuentos, El matrimonio de los peces rojos –con el que ganó el Premio Internacional Narrativa Breve Ribera del Duero en España–, además de todas las divisiones anteriores, profundiza entre otros mundos y sus conexiones: el animal y el humano. Compuesto por cinco relatos magistrales, el libro es una delicada reflexión sobre cómo se conectan ambas sensibilidades. El Festival de la Palabra en Lima, organizado por el Centro Cultural de la Universidad Católica, logró que Nettel llegara al Perú a conversar con nosotros y profundizar en su literatura y en su vida.

En tu primera novela, El huésped, logras de una manera auténtica representar ciertos juegos y temores de la infancia. En el caso de Ana, la protagonista, el juego es real; en otras palabras, hay La Cosa que la habita. ¿Cómo concebiste esa idea de ser habitada por otro? ¿De competir con un lado oscuro de ti misma?
Es un tema muy antiguo y también muy popular. Un tema que encuentras en muchas culturas y por eso mi novela empieza haciendo alusión a las otras historias de desdoblamiento. Además del cuento de Stevenson, está el doppelgänger en la cultura anglosajona, los gemelos del zodiaco, los Ibeyi yorubas y una lista larguísima. Creo que si el tema está tan presente en las literaturas de todo el mundo y de tan distintas épocas es porque está íntimamente vinculado a la condición humana. La idea de inconsciente de Freud también se puede relacionar, así como la idea de sombra de la que habla Jung. Personalmente, siempre me he sentido una creatura doble. Si te fijas en mis dos perfiles, verás que son muy distintos y esto se debe a que tengo una visión muy diferente en cada ojo. Todos nos sentimos por lo menos dobles si no es que multifacéticos. Después de leer El huésped, muchos lectores me cuentan que se identificaron y que ese huésped, que para mí era claramente la ceguera, para ellos es una enfermedad crónica que padecen, un vicio como el alcoholismo que los controla por completo, un marido insoportable del cual no consiguen deshacerse, una obsesión y otras cosas semejantes.

Se ha dicho que tu obra es íntima y no política. Sin negar lo primero, pienso que en tus dos novelas hay una mirada no poco política sobre Ciudad de México y sus problemas. ¿Qué piensas tú?
Estoy de acuerdo contigo. Yo no abordo el tema político explícitamente. Está en el contexto de las historias que cuento. Ambas transcurren en México (al menos una buena parte) y por lo tanto se filtran acontecimientos históricos y las consecuencias que tanto estos hechos como la actitud del gobierno tuvieron sobre la población. A mí me interesa la realidad política y, aunque los temas de mis libros son ajenos, es inevitable que algo de mi manera de pensar se trasluzca en mi escritura.

¿Alguna vez piensas en cuál es el lugar que tus libros te están dando dentro la literatura mexicana? No me refiero al reconocimiento, sino a las filiaciones, las conexiones entre tu obra y la de otros autores. ¿Dónde te ubicas dentro de ese panorama contemporáneo?
No pienso mucho en esto. Creo que no es a mí a quien le corresponde situarme. Los escritores mexicanos que me interesan abarcan distintas épocas y tienen estilos muy distintos. También leo a autores mexicanos de generaciones anteriores como Tablada, Arredondo, Garro, Ibargüengoitia, Tario, Rulfo, Vicens, Elizondo, Rossi, Fuentes y Paz y a autores de generaciones más cercanos a la mía como Villoro, Luiselli, Enrigue, Ortuño, Herrera o Monge. Quizás alguien me situará entre los pocos a quienes nos interesó la literatura fantástica en el siglo XX y XXI o en la línea de quienes escribieron novela autobiográfica sobre los años setenta. Lo que más me gustaría es que me describieran como «inclasificable».

Hablemos de Ciudad de México y su representación porque es un tema recurrente en tus novelas. ¿Cómo cambia tu percepción de la ciudad entre los años que van de El huésped a El cuerpo en que nací?
El huésped está exclusivamente situada en la Ciudad de México a principios de los años noventa y antes de la transición del PRI a otros partidos políticos; es decir, durante la época en que la estaba escribiendo. Se trata de una ciudad que se desdobla a medida que lo hace la narradora en su transición hacia esa otra más salvaje que es La Cosa. De los barrios de clase media como la Colonia Roma, nos vamos trasladando a otros más populares como Pino Suárez o Pantitlán, no por la superficie de la ciudad sino por sus subterráneos. Conocemos a personajes marginales como Madero o como El Cacho que representan las fuerzas políticas de oposición que operan desde la clandestinidad. En cambio, El cuerpo en que nací está situada una parte en el DF y otra en Francia. La parte de la capital mexicana que recreo es Villa Olímpica, que durante los años setenta albergó al exilio latinoamericano y a otras familias progresistas como la mía. Hay otra parte de la ciudad menos glamorosa que aparece cuando describo las visitas que hacía a mi padre en la prisión de Santa Marta Catitla y sus alrededores, pero en general no es una novela que describa mucho a la Ciudad de México.

El huésped y El cuerpo en que nací son novelas de aprendizaje y son textos donde el tema de la visión es central. ¿Se conectan estos temas para ti o es una casualidad que aparezcan en ambos textos?
El cuerpo en que nací es una autobiografía que abarca desde mi nacimiento hasta la adolescencia. Dado que nací con un problema de vista nada soslayable, era de esperar que hablara de él en este libro. Como a cualquier persona que nace con un hándicap físico, y por lo tanto social, el tema de vista me ha obsesionado siempre y de una u otra manera aparece en mucho de lo que escribo de forma más o menos explícita. En El huésped cuento la historia imaginaria de una mujer que está a punto de perder la vista y se ve dominada por una suerte de avatar suyo que no solo vive en la oscuridad, sino que representa todos sus impulsos incontrolables. Es una historia mucho más relacionada con el mundo de la literatura fantástica en la cual la ceguera puede interpretarse de muchas maneras.

Pasemos a tu último libro, El matrimonio de los peces rojos. En ese libro de cuentos dejas los relatos de aprendizaje y exploras la relación entre los seres humanos y los animales de un modo que a mí me parece muy original e innovador. ¿Cómo surge esta idea en ti?
Siempre me ha gustado observar la vida y el comportamiento animal. Aunque no me cuento entre las personas que viven rodeadas de animales, las veces que he convivido con ellos me han marcado muchísimo. No puedo dejar de observarlos y de informarme acerca de sus hábitos y, cuando lo hago, me parecen un reflejo muy claro de ciertos comportamientos humanos o rasgos de nuestra naturaleza que muchas veces nos parecen incomprensibles. Me fascina también la facilidad con la que se relacionan con su sabiduría instintiva y la naturalidad con la que reaccionan en los momentos clave de la existencia, como la enfermedad y la muerte, a las que nosotros les damos infinitas vueltas hasta perder por completo la espontaneidad. En varios de mis relatos encuentras metáforas como las que desarrollo en estos cuentos, solo que escritas al paso y sin mucho detenimiento.

Dices en el epílogo: «Todos los animales saben lo que necesitan excepto el hombre». ¿Te parece que el hombre es el animal inferior por excelencia de toda las especies?
Los seres humanos pertenecemos al reino animal. No es que nos parezcamos a ellos, sino que somos animales. Ahora bien, cada animal tiene sus propias características. En El matrimonio de los peces rojos hablo de lo desconectados que estamos los seres humanos de nuestro instinto y de nuestra sabiduría primordial que algunos llaman «corazonadas» o «intuición». Aristóteles decía: «Si quieres conocer al ser humano, fíjate en la naturaleza y en el reino animal». Uno de los temas que aparece de manera constante a lo largo de este libro es la dificultad que tenemos los seres humanos para decidir. De ahí que haya elegido el epígrafe de Plinio el Viejo. Muchas de las decisiones que tomamos en los momentos claves de nuestra vida se van urdiendo de manera silenciosa, como en el fondo de nuestra conciencia, sin que nos enteremos. Al menos es lo que le sucede a los cinco personajes que protagonizan estas historias.

En ese libro narras distintas formas de amor de padres a hijos, y también de pareja, sin idealizar las relaciones perfectas, como suele ocurrir en los medios masivos. Las parejas se vuelven ciertos animales, aquellos por los que tienen una obsesión. ¿Cómo logras que lo irreal parezca tan real en estos cuentos?
Todos están basados en experiencias mías o de conocidos cercanos. Sin embargo, ninguno describe exactamente cómo pasaron las cosas. Los seres humanos somos muy complejos y, según Lacan, no soportamos ver cumplido nuestro deseo. Mira la historia del erotismo. En cada época ha habido una infinidad de rituales alrededor de eso que para los animales resulta tan sencillo. Los hongos no son animales, pero, de la misma manera en que los animales reflejan comportamientos humanos, estos seres, al menos desde mi punto de vista, reflejan perfectamente la naturaleza de ciertos amores. Los hongos crecen en condiciones inimaginables, muchas veces con una fuerza descomunal. Un afán de supervivencia que conmueve y a la vez asusta. Algunas pasiones aparecen como ellos: cuando nos damos cuenta, ya estamos totalmente invadidos y no sabemos ni de dónde surgieron y tampoco cómo liberarnos de ellas. Hay una cantidad impresionante de hongos que no están catalogados y con el amor pasa algo muy parecido. Llamamos enamoramiento a emociones muy distintas que apenas se parecen entre ellas y, sin embargo, casi siempre está ese mismo apego que demuestran los hongos por la vida, ese afán por parasitar al otro de una u otra manera.

En tu libro de cuentos Pétalos, un japonés se identifica profundamente con un bonsái; un fotógrafo se obsesiona con los párpados de las personas; un hombre sigue el rastro de la orina de una mujer y la busca en todos los baños de la ciudad. Hay como sinécdoques, como metonimias o desplazamientos, una especie de intuición de cuerpos ausentes o inasibles. ¿Dirías que tu literatura quiere mirar más allá de lo palpable?
Yo me formé como lectora leyendo literatura fantástica: autores como Poe, Stevenson, Maupassant, Wilde, Merimée, Gautier, Lautréamont. Y después otros como Rulfo, Borges, Cortázar, me enseñaron a ver el mundo en otras dimensiones, a buscar esas grietas por las cuales uno accede a otras versiones de la realidad que nunca es tan plana como parece. Creo que todas esas lecturas y esa afición por las historias multifacéticas aparecen en mis historias sin que lo busque de forma propositiva. Se trata simplemente de una manera de ver el mundo.

Por último, quisiera cerrar esta entrevista con una pregunta más personal. En El cuerpo en que nací aludes reiteradamente a las metamorfosis que atraviesas: los cambios corporales y hormonales, los cambios en las ciudades en las que viviste (México, Francia), la vida con tus padres y luego con tu abuela, el cambio de idiomas entre un país y otro en la adolescencia, tu conexión con la comunidad magrebí en Francia y luego con los franceses adinerados en el DF a tu retorno, etc. Al leer reiteradamente la palabra metamorfosis en El cuerpo en que nací, evidentemente uno piensa en La metamorfosis de Kafka. ¿Tú te has sentido así, un poco como Gregorio Samsa, en la sociedad mexicana o en alguno de los otros espacios donde te ha tocado vivir?
Mi reflexión acerca de los trilobites y de este tipo de insectos viene del apodo o «nombre de cariño» que me dio mi madre a los dos años de edad: cucaracha. De ahí también mi interés tan grande por La metamorfosis, donde Kafka no dice el nombre del insecto, pero con el que me identifiqué de inmediato por el aislamiento que mencionas con toda razón, así como por el rechazo que el narrador sentía y que este tipo de animales genera en los demás. Un día me enteré de que las cucarachas resistían a todos los embates y que podían vivir en condiciones en las que otros animales no podrían ni soñando. Son sobrevivientes aguerridas con una larga historia, una historia de mutación, de adaptaciones constantes a su entorno y que descienden de unos de los animales más antiguos que se conocen sobre la tierra: los trilobites.

¿Estás trabajando en algún nuevo proyecto del que te gustaría contarnos?
Está en imprenta un libro sobre Octavio Paz y su idea de la libertad. También estoy terminando una novela de la que no puedo contar mucho, excepto que otra vez se sitúa en varias ciudades del mundo y tiene dos narradores.


Carolyn Wolfenzon (Lima, 1975). Ensayista y profesora en Bowdoin College (Maine).


Elmer Mendoza: «El policial es el género social por excelencia»

Publicado el May 13, 2014

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Elmer Mendoza: «El policial es el género social por excelencia»

Por Carolyn Wolfenzon


El encuentro de una narración dura e intensa con ciertos elementos del periodismo de investigación, en un contexto de violencia y delincuencia aterrador, ha forjado desde hace algunos años la llamada narcoliteratura en México, corriente que no está exenta de críticos y escépticos, pero que definitivamente asoma con rasgos muy propios. Elmer Mendoza (Sinaloa, 1949), uno de sus más curtidos exponentes, habla sobre sus motivaciones y desafíos, y sobre la experiencia de escribir novelas policiales en tierras en las que los criminales parecen ser quienes ponen el orden y el control.

El detective de tus novelas, el Zurdo Mendieta, no solo no busca a los criminales, porque ellos llegan a él, sino que, además, todo el tiempo quiere cerrar el caso. ¿Cómo concibes el futuro del género policial en América Latina si la función del detective cada vez es más pasiva, más desinteresada y a veces hasta criminal?
¿Pasiva y desinteresada? No creo. Hay una mezcla de pasión y distancia en el Zurdo, porque tiene una vida que no se relaciona totalmente con su trabajo de detective. A veces odia su trabajo, a veces reconoce que es necesario y que es parte de un universo: el del crimen, que incluye delincuentes y policías. Y si la ciudad es pequeña, la convivencia es intensa. Siempre pensé en crear un detective diferente en algo, pero no al grado de ser pasivo y desinteresado o que resuelva los casos por casualidad. Lo de criminal es necesario, la delincuencia del siglo XXI es sanguinaria y un policía que no sepa enfrentarlos en su terreno es hombre muerto, incluso en la ficción. El género policial en América Latina crece. Día a día surgen autores y escritores interesados en este tipo de novelas. Creo que ahora es una tentación y pronto surgirán detectives que acompañen a Belascorán, Conde, Heredia, Brulé, Morales, Etchenique, Mandrake y al Zurdo, en tantos casos de corrupción y otros delitos del continente. Para nosotros, el policial no es un género menor, es el género social por excelencia, donde la sociedad es muy similar a la real.

¿Qué cosas le permite el policial a un escritor? ¿Qué nuevos territorios abre en comparación con otros géneros?
La libertad. El policial es un género en que se puede ser romántico todavía, en que puedes mezclar, utilizar los demás géneros libremente. Se puede ir desde lo histórico a la ciencia ficción; incluso la poesía tiene su lugar. También es un género que se autocritica y no lo sufre. Y bueno, la representatividad de realidades concretas siempre está presente. En cuanto a territorios, es un género duro, carece de moralidad y no teme revelar que ha evolucionado lentamente y revelar grupos sociales determinados y su aptitud para el delito. En cuanto a territorios estéticos, es un indicador que permite mostrar diversas formas de concebir al ser humano en su totalidad: bueno, malo, respetuoso, enfermo, angustiado, firme, soñador, bello, cruel; en la violencia, como víctima o victimario y mucho más. Eso exige un lenguaje, un tratamiento puntual de cada momento, un tono narrativo que impacte al lector, que debe imaginar según lo que se le proponga. El lector actual de policiales no solo se fija en la trama, se detiene en los motivos del «lobo» y especula; la realidad es un telón de fondo siempre presente, y los lectores pueden y deben comparar. Y es aquí donde la ficción y la realidad se toman un caldo amargo sin hacer gestos.

Hay algunos críticos de tu obra que consideran que afianzas un estereotipo al retratar el norte de México como un lugar signado principalmente por la violencia, la guerra de los narcos, los narcocorridos, los sicarios que actúan a mansalva. ¿Cómo podrías responder a esta crítica?
No respondo. Pertenezco a un ámbito físico, emocional y legendario. Lo domino. He recorrido los sitios que menciono. Mover personajes en espacios conocidos da confianza en el momento de escribir. Realmente no pienso en los críticos, aunque siempre les agradezco sus menciones, me ayudan a entender lo que hago y trato de responder con un nuevo libro mejor escrito; desde luego, de acuerdo a mi idea de narrar. El norte de México es un laboratorio muy activo y creo que eso ha creado pertenencias interesantes entre los latinos que quieren pasar y los gringos que no quieren que pasen. Esa actitud genera emociones, sobre todo genera nombres, palabras, y no es Estados Unidos sino el Gabacho, y ellos son gringos, güeros, patones y patrones, y la relación está llena de cuentos terribles y de humor, y como dicen Los Tigres del Norte: no cruzamos la frontera, la frontera nos cruzó.

De maneras distintas has venido trabajando el tema de una reescritura o prolongación de Pedro Páramo en la actualidad mexicana, en novelas como Cóbraselo caro, El amante de Janis Joplin y Balas de plata, por ejemplo. ¿Cómo funciona para ti la novela de Rulfo en tus textos?
Siempre sigo una obra maestra. Leo trozos de una obra maestra. Rulfo consiguió el equilibrio entre lo que se puede escribir y lo que se deja a la imaginación, utilizó el poder del lenguaje generado por la emoción de crear y se tomó su tiempo. Desde esa perspectiva, Rulfo está, debe estar, en mi obra. Descubro que utilizó tipos identificables y familiares del México posrevolucionario, además de dos líneas narrativas seguras y de prestigio: el amor/desamor y la fantasmagoría. Y contó. No temió mezclar, a elipsis largas que se alimentaban entre sí, sobre todo las que giran en torno a Susana San Juan, y dejó descansar su obra. No se apresuró, entendió que tenía una novela rara en su escritorio, una novela que era para un tiempo que estaba por llegar y se arriesgó, tanto que hasta su editor lo criticó en contra. Viva mi maestro Rulfo, que además hizo todo ajeno a las poderosas capillas en boga.

Esa elección de «seguir una obra maestra» cuando escribes tus propias ficciones, ¿obedece a qué? ¿Una visión de la literatura como diálogo? ¿Una necesidad de modelos? ¿La simple admiración?
Escribir una novela que sea obra maestra es imposible. Al menos posee una alta carga de imposibilidad. Sin embargo, sabes que hay otros que las han escrito y les han quedado muy bien; entonces en vez de lamentarte lees una de esas novelas para que te levante el ánimo. Es posible. Deja de especular y ponte a trabajar. Como dice mi otro maestro, Fernando del Paso: toma el toro por los cuernos. Una novela es una travesía y leer a los buenos da un poco de luz en un camino cuyo final se desconoce. También es para que no te andes creyendo antes de tiempo.

En Cóbraselo caro la obsesión de Nick es reconstruir las piedras de Pedro Páramo, es decir, reconstruir el rencor (porque Pedro Páramo es un rencor vivo), ya sin la esperanza de un reencuentro con el padre. Nick es un chicano que siente esta atadura con México y necesita buscar su identidad. ¿No es paradójico que la búsqueda de la identidad se relacione únicamente con un texto de ficción y con la reconstrucción de este cacique perverso? ¿Que sea la figura de Pedro Páramo lo que lo ate a México?
No sé si sea paradójico. Los mexicanos que viven en Estados Unidos tienen poderosos íconos que los atan: la virgen de Guadalupe, la comida, las iglesias, la selección de fútbol. Pureco tiene recuerdos y ataduras mágicas. Pretendo cristalizarlas, por eso viaja para encontrar los lugares que tienen que ver con Pedro Páramo. Con una forma de mexicanidad muy profunda que incluye lo que no existe. Buscar unas piedras que es imposible encontrar es similar a buscarse a sí mismo. Recuerda que la novela es grande porque admite varias interpretaciones. La personalidad de los caciques es tan fuerte que funciona muy bien como referente.

En El amante de Janis Joplin, el personaje principal, David Valenzuela, no tiene ninguna agenda, los narcos y los policías deciden su destino y él se deja llevar. ¿Es así para ti la realidad de los sinaloenses, de los mexicanos en general?
Nuestra realidad es múltiple, pero los cincuenta millones de pobres se dejan llevar por la voz que se escuche más fuerte. Bailan todos los sones. Somos un pueblo que se deja llevar en varios aspectos; por ejemplo, los políticos hacen lo que les da la gana y no los castigamos. Nuestra cruz es de olvido. La miseria hace a los pueblos acomodaticios e individualistas.

Una pregunta por curiosidad: ¿por qué el personaje se enamora de Janis Joplin? ¿Por qué de esa cantante en particular?
David se enamora de Janis por el orgasmo. Para algunos un orgasmo es la línea de vida perfecta. ¿Por qué ella? Cuando era estudiante, decíamos que Janis enganchaba hombres rudos en la calle, los llevaba a su habitación y los regresaba felices. Eso si no los atrapaba en un elevador como a Leonard Cohen. Hacer el amor con un personaje exige un encanto especial y David lo tenía: lástima que solo lo utilizó una vez.

Veo casi una sensación de apocalipsis en tu obra. Los personajes hablan de los guerrilleros como una moda pasajera, el comandante Lucas de Un asesino solitario (Marcos en la realidad) también está desacreditado, se alude a la revolución como una retórica sin significado. En general, el idealismo revolucionario latinoamericano, y concretamente mexicano, está desprestigiado por tus textos. ¿Eso es lo que piensas tú? ¿Compartes esa visión tan nihilista que tienen los personajes en tus novelas?
¿Nihilista? Echa un ojo a cómo han evolucionado, o involucionado, los movimientos y verás, ¿Marcos? Él tenía razón: es un mito genial. Puedes ver en nuestros países y sacar tus propias conclusiones. No sé de dónde eres, pero igual podrás notarlo: Venezuela, Centroamérica, Colombia, Perú, Brasil, ¡ah Brasil! Al final las izquierdas se han pauperizado críticamente. Gritan, marchan, se empoderan, pero no analizan; y a los que han alcanzado puestos en los congresos no se les ve seguridad y no negocian todo como deberían: a favor de los necesitados. Creo que mis personajes siempre me superarán y eso es sano.

Entiendo a qué te refieres. Como peruana, en mí también hay poco espacio para el idealismo revolucionario. Déjame reorientar mi pregunta hacia el futuro: ¿crees que hay alguna razón para el idealismo o el optimismo político en el futuro? ¿O no creer en ninguna posibilidad revolucionaria es ya la forma estándar de ser realista en América Latina?
Debemos creer, encontrar a los hombres y mujeres que nos representan, que hagan las nuevas leyes y políticas económica y social capaces de dar pasos importantes. Quizá deberían partir de nuestras necesidades concretas y hacer avanzar a nuestros países. ¿Deben crear industrias? No me importa quién gobierne: saquen adelante esa idea en beneficio de un grupo. Sé que mis ideas son elementales, pero en mi familia así se resolvían los problemas. Trabajando.

Si pensamos en el género del policial, tu obra borra la frontera entre el policía y el narcotraficante, y de alguna manera también entre México y Estados Unidos: los personajes van de un lado a otro, no te centras tanto en la dificultad territorial de cruzar la frontera, que es lo que la ficción suele hacer. Para ti, ¿cómo funcionan las fronteras en este mundo contemporáneo?
Tenemos un muro al norte y un río al sur. En el norte nos joden y en el sur jodemos a los que van a USA. Para mí la frontera se diluye un poco cuando puedo tener acceso a las señales de cultura, arte y educación del mundo. Hay elementos que pertenecen a todos. Soy de los que lloraron cuando derribaron las Torres Gemelas, con la destrucción de la biblioteca de Sarajevo y con ese asunto de que no puedo visitar Damasco. En México la realidad policiaca es tremenda en la frontera. Los agentes de migración son difíciles de engañar. La vigilancia con los drones es efectiva y definitiva. Una intromisión, pero nuestro gobierno no protestará en serio. Claro, esa frontera se diluye en el mundo del delito y en una novela que expresa el asunto también. Ahora que las crisis son más fuertes, las fronteras físicas también se fortalecen en el mundo. Sálvese quien pueda.

Las fronteras terminan siendo siempre instrumentos opresivos y marcas jerárquicas: un muro contra el cual la gente muere aplastada tratando de salvarse o de buscar otro mundo, y un instrumento de los nacionalismos y las xenofobias. Hablando de fronteras, ¿escribir literatura sobre la frontera es en cierta forma, para ti, escribir contra la frontera?
Nunca me lo he planteado. La frontera es un hecho y simplemente se hace presente, como el umbral de un sueño. Y si no existen, al menos para la ficción policiaca, demasiados elementos emocionales, pues tampoco me preocupa. Cuando pienso que es algo fácil de cruzar, recuerdo a Walter Benjamin.


Carolyn Wolfenzon (Lima, 1975). Ensayista y profesora en Bowdoin College (Maine).